Cuando Jesús terminó de enseñar a
la gente, se fue al pueblo de Cafarnaúm. Allí vivía un capitán del ejército
romano, que tenía un sirviente a quien apreciaba mucho. Ese sirviente estaba
muy enfermo y a punto de morir. Cuando el capitán oyó hablar de Jesús, mandó a
unos jefes de los judíos para que lo buscaran y le dijeran: Por favor, venga
usted a mi casa y sane a mi sirviente. Ellos fueron a ver a Jesús y le dieron
el mensaje. Además, le rogaron: Por favor, haz lo que te pide este capitán
romano. Merece que lo ayudes, porque es un hombre bueno. A los judíos nos trata
bien, ¡y hasta mandó construir una sinagoga para nosotros!
Jesús fue con ellos, y cuando
estaban cerca de la casa, el capitán romano mandó a unos amigos para que le
dijeran a Jesús: Señor, no se moleste usted por mí, yo no merezco que entre en mi casa. Tampoco me siento digno
de ir a verlo yo mismo. Solamente le ruego que ordene que mi sirviente se sane;
yo sé que él quedará completamente sano. Yo estoy acostumbrado a dar órdenes y
a obedecerlas. Cuando le digo a uno de mis soldados: ¡Ve!, me obedece y va. Si
le digo a otro: ¡Ven!, me obedece y viene. Y si le digo a uno de mis sirvientes:
¡Haz esto!, lo hace.
Al escuchar las palabras del
capitán, Jesús se quedó admirado y les dijo a quienes lo seguían: En todo
Israel no he encontrado a nadie que confíe tanto en mí, como este capitán
romano. Cuando los mensajeros regresaron a la casa, encontraron al sirviente
completamente sano.
Poco después, Jesús y sus discípulos
fueron al pueblo de Naín. Mucha gente iba con ellos. Cuando llegaron a la
entrada del pueblo, vieron a unos hombres. El muerto era el único hijo de una
viuda. Mucha gente del pueblo iba acompañando a esa pobre mujer. Cuando Jesús
la vio, sintió compasión por ella y le dijo: No llores. Entonces se acercó y
tocó la camilla. Los hombres dejaron de caminar, y Jesús le dijo al muerto: ¡Joven,
te ordeno que te levantes! El muchacho se levantó y empezó a hablar.
Entonces
Jesús llevó al muchacho a donde estaba su madre.
Al ver eso, la gente tuvo mucho
miedo y comenzó a alabar a Dios. Todos decían: ¡Hay un profeta entre nosotros!
¡Ahora Dios va a ayudarnos! Y muy pronto la gente de la región de Judea y de
sus alrededores supo lo que Jesús había hecho.
Los discípulos de Juan el
Bautista fueron a contarle todo lo que Jesús hacía. Por eso, Juan envió a dos
de sus discípulos para que le preguntaran a Jesús si él era el Mesías, o si
debían esperar a otro. Cuando llegaron a donde estaba Jesús, le dijeron: Juan
el Bautista nos envió a preguntarte si
eres el Mesías, o si debemos esperar a otro. En ese momento, Jesús sanó a muchos que
estaban enfermos y que sufrían mucho. También sanó a los que tenían espíritus
malos, y a muchos ciegos les devolvió la vista. Luego les respondió a los dos
hombres: Vayan y díganle a Juan todo lo que ustedes han visto y oído: Ahora los
ciegos pueden ver y los cojos caminan bien. Los leprosos quedan sanos, y los
sordos ya pueden oír. Los que estaban muertos han vuelto a la vida, y a los
pobres se les anuncia la buena noticia de salvación.
¡Dios bendecirá a los que no me
abandonan porque hago todo esto! Cuando los discípulos de Juan se fueron, Jesús
comenzó a hablar con la gente acerca de Juan, y dijo: ¿A quién fueron a ver al
desierto? ¿Era acaso un hombre doblado como las cañas que dobla el viento? ¿Se
trataba de alguien vestido con ropa muy lujosa? Recuerden que los que se visten
así viven en el palacio de los reyes. ¿A quién fueron a ver entonces? ¿Fueron a
ver a un profeta? Por supuesto que sí. En realidad, Juan era más que profeta;
era el mensajero de quien Dios había hablado cuando dijo: Yo envío a mi mensajero delante de ti, a
preparar todo para tu llegada. Les aseguro que en este mundo no ha nacido un
hombre más importante que Juan el Bautista. Sin embargo, el menos importante en
el reino de Dios es superior a Juan.
Los que habían escuchado a Juan
le pidieron que los bautizara, y hasta los cobradores de impuestos hicieron lo
mismo. Así obedecieron lo que Dios había mandado. Pero los fariseos y los
maestros de la Ley no quisieron obedecer a Dios, ni tampoco quisieron que Juan
los bautizara. Jesús siguió diciendo: Ustedes, los que viven en esta época, son
como los niños que se sientan a jugar en las plazas, y gritan a otros niños:
Tocamos la flauta, pero ustedes no bailaron. Cantamos canciones tristes, pero
ustedes no lloraron.
Porque Juan el Bautista ayunaba y
no bebía vino, y ustedes decían que tenía un demonio. Luego, vine yo, el Hijo
del hombre, que como y bebo, y ustedes dicen que soy un glotón y un borracho;
que soy amigo de gente de mala fama y de los que cobran impuestos para Roma.
Pero recuerden que la sabiduría de Dios se prueba por sus resultados.
Un fariseo llamado Simón invitó a
Jesús a comer en su casa, Jesús aceptó y se sentó a la mesa. Una mujer de mala
fama, que vivía en aquel pueblo, supo que Jesús estaba comiendo en casa de
Simón. Tomó entonces un frasco de perfume muy fino, y fue a ver a Jesús. La
mujer entró y se arrodilló detrás de Jesús, y tanto lloraba que sus lágrimas
caían sobre los pies de Jesús. Después le secó los pies con sus propios
cabellos, se los besó y les puso el perfume que llevaba. Al ver esto, Simón
pensó: Si de veras este hombre fuera profeta, sabría que lo está tocando una
mujer de mala fama.
Jesús dijo: Simón, tengo algo que
decirte. Te escucho, Maestro, dijo él. Jesús le puso este ejemplo: Dos hombres
le debían dinero a alguien. Uno de ellos le debía quinientas monedas de plata,
y el otro sólo cincuenta. Como ninguno de los dos tenía con qué pagar, ese
hombre le perdonó a los dos la deuda. ¿Qué opinas tú? ¿Cuál de los dos estará
más agradecido con ese hombre? Simón contestó: El que le debía más. ¡Muy bien!,
dijo Jesús. Luego Jesús miró a la mujer y le dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer?
Cuando entré en tu casa, tú no me diste agua para lavarme los pies. Ella, en
cambio, me los ha lavado con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. Tú
no me saludaste con un beso. Ella, en cambio, desde que llegué a tu casa no ha
dejado de besarme los pies. Tú no me pusiste aceite sobre la cabeza. Ella, en
cambio, me ha perfumado los pies. Me ama mucho porque sabe que sus muchos
pecados ya están perdonados. En cambio, al que se le perdonan pocos pecados,
ama poco.
Después Jesús le dijo a la mujer:
Tus pecados están perdonados. Los otros invitados comenzaron a preguntarse:
¿Cómo se atreve este a perdonar pecados? Pero Jesús le dijo a la mujer: ¡Tú confías
en mí, y por eso te has salvado. Vete tranquila.
Aquí puedes darte cuenta que la
sabiduría sólo viene de Dios y Dios quiera que el hombre le conozca, entienda
los propósitos que el Señor tiene para cada persona, pero sabes, lo más
importante es que el hombre sea obediente a sus enseñanzas y, por tanto, viva
apegado a su Palabra.
No obstante, es esencial que el
hombre entienda que el camino recto que lleva a Dios, es a través de su Hijo
Jesús.
Por tanto, lo importante es que
el hombre pida sabiduría a Dios, que crea con firmeza en Jesucristo quien vino
al mundo para redimir a cada persona con su sangre derramada en la cruz y darle
salvación , y entonces Jesús habitará en cada corazón renovado para que sea lleno de
gozo su ser interior.
Asimismo, el hombre que tiene madurez espiritual
entiende que es conveniente adquirir discernimiento del bien y del mal, escogerá hacer el bien, se comportará con
humildad, buscará la paz y, por ende compartirá y será afable con los demás.
Con Alta Estima,
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