Tres días después María, la madre de Jesús, fue a una boda
en un pueblo llamado Caná, en la región de Galilea. Jesús y sus discípulos
también habían sido invitados. Durante la fiesta de bodas se acabó el vino.
Entonces María le dijo a Jesús: Ya no tienen vino. Jesús le respondió: Madre,
ese no es asunto nuestro. Aún no ha llegado el momento de que yo les diga quién
soy.
Entonces María les dijo a los sirvientes: Hagan todo lo que
Jesús les diga. Allí había seis grandes tinajas para agua, de las que usan los
judíos en sus ceremonias religiosas. En cada tinaja cabían unos cien litros.
Jesús les dijo a los sirvientes: Llenen de agua esas tinajas. Los sirvientes
llenaron las tinajas hasta el borde. Luego Jesús les dijo: Ahora, saquen un
poco y llévenselo al encargado de la fiesta, para que lo pruebe. Así lo
hicieron. El encargado de la fiesta probó el agua que había sido convertida en
vino, y se sorprendió, porque no sabía de dónde había salido ese vino. Pero los
sirvientes sí lo sabían.
Enseguida el encargado de la fiesta llamó al novio y le
dijo: Siempre se sirve primero el mejor vino, y luego, cuando ya los invitados
han bebido bastante, se sirve el vino corriente. Tú, en cambio, has dejado el
mejor vino para el final. Jesús hizo esta primera señal en Caná de Galilea. Así
empezó a mostrar el gran poder que tenía, y sus discípulos creyeron en él.
Después de esto, Jesús fue con su madre, sus hermanos y sus discípulos al
pueblo de Cafarnaúm, y allí se quedaron unos días.
Como ya se acercaba la fiesta de los judíos llamada la
Pascua, Jesús fue a la ciudad de Jerusalén. Allí, en el templo, encontró a
algunos hombres vendiendo bueyes, ovejas y palomas; otros estaban sentados a
sus mesas, cambiando monedas extranjeras por monedas judías. Al ver esto, Jesús
tomó unas cuerdas, hizo un látigo con ellas, y echó a todos fuera del templo,
junto con sus ovejas y bueyes. También arrojó al piso las monedas de los que
cambiaban dinero, y volcó sus mesas. Y a los que vendían palomas les ordenó: Saquen esto de aquí. ¡La casa de
Dios, mi Padre, no es un mercado!
Al ver esto, los discípulos recordaron el pasaje de la
Biblia que dice; El amor que siento por tu templo me quema como un fuego.
Luego, los jefes de los judíos le preguntaron a Jesús: ¿Con qué autoridad haces
esto? Jesús les contestó: Destruyan este templo, y en sólo tres días volveré a
construirlo.
Los jefes respondieron: Para construir este templo fueron
necesarios cuarenta y seis años, ¿y tú crees poder construirlo en tres días?
Pero Jesús estaba hablando de su propio cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó,
los discípulos recordaron que él había dicho esto. Entonces creyeron lo que
dice la Biblia y lo que Jesús había dicho.
Mientras Jesús estaba en la ciudad de Jerusalén, durante la
fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él porque vieron los milagros que
hacía. Pero Jesús no confiaba en ellos, ni necesitaba que le dijeran nada de
nadie, porque los conocía a todos y sabía lo que pensaban.
Aquí puedes darte cuenta que el hombre debe ser respetuoso
de la Casa de Dios, reconocer su poder, mostrar a Dios una actitud humilde, un
corazón sincero y verdadero, arrepentido
para que Dios perdone los pecados cometidos.
No obstante, el hombre debe creer en Dios de manera que su
fe crezca cada día, desarrolle una conciencia buena para que logre una comunión
íntima con Dios y tengar una relación personal con El.
Por tanto, el hombre debe asirse de la mano de Dios, mostrando
dependencia de El para que pueda vencer lo adverso.
Ahora bien, es tiempo de que el hombre se apure y se vuelva
a Dios, que lo reconozca como su salvador,
que establezca su reino en su corazón, en su ser interior; por lo cual,
es importante que el hombre cuide su cuerpo, pues es el templo de Dios, que no
lo profane con actividades que no edifiquen su vida, pues sabes, el maligno
está al asecho y el hombre debe apegarse a la Palabra de Dios para que mantenga
esa Paz interior que sólo Jesucristo otorga.
Con Alta Estima,
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