Jesús les contó una historia a
sus discípulos, para enseñarles que debían orar siempre y sin desanimarse. Les
dijo: En una ciudad había un juez que no tenía miedo ni de Dios ni de la gente.
Allí también vivía una viuda, que siempre lo buscaba y le decía: Por favor,
haga usted todo lo posible para que se me haga justicia en la corte. Al
principio, el juez no quería atender a la viuda. Pero luego pensó: Esta viuda molesta mucho. Aunque no le tengo miedo a Dios, ni me
importa la gente, la voy a ayudar. Si no lo hago, nunca dejará de molestarme.
Jesús agregó: Fíjense en lo que
dijo ese mal juez. ¿Creen ustedes que Dios no defenderá a las personas que él
eligió, y que día y noche le piden ayuda? ¿Creen que tardará él en responderles? ¡Claro
que no, sino que les responderá de inmediato! Pero cuando yo, el Hijo del
hombre, regrese a este mundo, ¿acaso encontraré gente que confíe en Dios?
Una vez, Jesús estuvo hablando
con unas personas, de esas que creen muy buenas y que siempre están
despreciando a los demás. A estas, Jesús les puso este ejemplo: Dos hombre
fueron al templo a orar. Uno de ellos era fariseo y el otro era cobrador de
impuestos. Puestos de pie, el fariseo
oraba así: Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres. Ellos son
ladrones y malvados, y engañan a sus esposas con otras mujeres. ¡Tampoco soy
como ese cobrador de impuestos! Yo ayuno dos veces por semana y te doy la
décima parte de todo lo que gano.
El cobrador de impuestos, en
cambio, se quedó un poco más atrás. Ni siquiera se atrevía a levantar la mirada
hacia el cielo, sino que se daba golpes en el pecho y decía: ¡Dios, ten
compasión de mí, y perdóname por todo lo malo que he hecho! Cuando terminó de
contar esto, Jesús les dijo a aquellos hombres: Les aseguro que, cuando el
cobrador de impuestos regresó a su casa, Dios ya lo había perdonado; pero al
fariseo no. Porque los que se creen más portantes que los demás, son los menos
valiosos para Dios. En cambio, los más importantes para Dios son los humildes.
Algunas madres llevaron a sus niños
pequeños para que Jesús pusiera su mano en sus cabezas y los bendijera. Pero
los discípulos comenzaron a reprenderlos para que no los trajeran. Entonces
Jesús llamó a los niños. Y les dijo a sus discípulos: Dejen que los niños se
acerquen a mí. No se lo impidan, porque el reino de Dios es de los que son como
ellos. Les aseguro que la persona que no confía en Dios como lo hace un niño,
no podrá entrar en el reino de Dios.
Un líder de los judíos fue a ver
a Jesús y le preguntó: Tú, que eres un maestro bueno, dime, ¿qué cosa debo
hacer para tener vida eterna? Jesús le contestó: ¿Por qué dices que soy bueno?
Sólo Dios es bueno. Tú conoces bien los mandamientos: No seas infiel en el
matrimonio, no mates, no robes, no mientas para hacerle daño a otra persona,
obedece y cuida a tu padre y a tu madre.
El líder le dijo: ¡He obedecido
todos esos mandamientos desde que era un niño! Jesús le respondió: Sólo te
falta hacer una cosa: Vende todo lo que tienes, y dale ese dinero a los pobres.
Así, Dios te dará un gran premio en el cielo. Luego ven y conviértete en uno de
mis seguidores. Cuando el líder oyó esto, se puso muy triste, porque era muy
rico. Jesús lo miró y dijo: ¡Qué difícil es que una persona rica entre en el
reino de Dios! En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de
una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios.
La gente que estaba allí y que
oyó a Jesús, preguntó: Entonces, ¿quién podrá salvarse? Jesús les respondió:
Para la gente eso es imposible, pero todo es posible para Dios. Pedro le dijo:
Recuerda que nosotros dejamos todo lo que teníamos, y te hemos seguido. Jesús
les respondió: Les aseguro que si alguno ha dejado su casa, su esposa, sus
hermanos, sus padres, o sus hijos, por ser obediente al reino de Dios, sin duda
recibirá aquí mucho más de lo que dejó. Además, cuando muera, vivirá con Dios
para siempre.
Jesús se reunió a solas con los
doce discípulos y les dijo: Ahora iniciamos nuestro viaje hacia Jerusalén. Allí
pasará todo lo que anunciaron los profetas acerca de mí, el Hijo del hombre.
Porque en Jerusalén unos hombres me entregarán a las autoridades de Roma. Los
romanos se burlarán de mí, me insultarán y me escupirán en la cara. Luego me
golpearán y me matarán, pero después de tres días, resucitaré. Los discípulos
no entendieron de qué hablaba Jesús. Era algo que ellos no podían comprender.
Jesús iba
llegando a la ciudad de Jericó. Junto al camino estaba un ciego pidiendo
limosna. Cuando el ciego oyó el ruido de la gente que pasaba, preguntó: ¿Qué
sucede? La gente le explicó: Ahí viene Jesús, el del pueblo de Nazaret. Entonces
el ciego se puso a gritar: ¡Jesús, tú que eres el Mesías, ten compasión de mí y
ayúdame! Los que iban delante reprendían al ciego para que se callara, pero él
gritó con más fuerza: ¡Mesías, ten compasión de mí y ayúdame!
Jesús se
detuvo y ordenó que trajeran al ciego. Cuando el ciego estuvo cerca, Jesús le
preguntó: ¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le respondió: Señor, ¡quiero
volver a ver! Jesús le dijo: ¡Muy bien, ya puedes ver! Te has sanado porque
confiaste en mí. En ese mismo instante, el ciego pudo ver, y siguió a Jesús,
alabando a Dios. Toda la gente que vio esto, también alababa a Dios.
Aquí puedes
darte cuenta que es esencial que el hombre ore siempre, que cambie su manera de
vivir pero sabes, el hombre sólo puede lograr ese cambio verdadero asido de la mano de Dios y, entonces su
conducta será irreprensible pues cumplirá con obediencia sobre todo con los
mandamientos establecidos por Dios.
Por tanto, es
necesario que el hombre sea humilde, abra su corazón y la luz de Dios iluminará su entendimiento
para que el hombre arrepentido de sus pecados, se aparte de la maldad y sea
lleno del Espíritu de Dios para que tenga discernimiento del bien y del mal y, entonces su vida sea llena de gozo y alabe
a Dios.
Asimismo, el
hombre debe mostrar gratitud a Dios pues con su mente finita no tiene la
capacidad de entender el sufrimiento de nuestro Jesucristo, al morir en la
cruz, además que fue un tiempo de soledad, en obediencia a la voluntad de su
Padre y con su amor compasivo, pues sólo Dios es bueno, redimió al hombre y lo hizo libre de la esclavitud del pecado.
Con Alta
Estima
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