viernes, 18 de septiembre de 2015

No te opongas a los planes de Dios.


Cuando terminó la celebración, todos los israelitas fueron a las ciudades de Judá y a los territorios de las tribus de Benjamín, Efraín y Manasés, y destrozaron las imágenes que la gente adoraba. También destruyeron las imágenes de la diosa Astarté, y los pequeños templos de las colinas. No descansaron hasta acabar con todo eso. Luego regresaron a sus ciudades, cada uno a su hogar.
Después Ezequías organizó en grupos a los sacerdotes y a sus ayudantes, de acuerdo al turno y al trabajo que les tocaba hacer. Unos presentaban las ofrendas para agradar a Dios o para pedir perdón por los pecados. Otros daban gracias y alababan a Dios, y otros servían como vigilantes de las entradas del templo.
El rey tomó de su propio ganado los animales para hacer los sacrificios que Dios ordena en ley: las ofrendas de la mañana y las de la tarde que se presentaban todos los días de la semana, las ofrendas de los sábados, las de cada mes, y los que se ofrecen a Dios en las fiestas de cada año. Luego el rey pidió a la gente que vivía en Jerusalén, que también diera ofrendas para que los sacerdotes y sus ayudantes tuvieran todo lo necesario para vivir, y así ellos pudieran dedicarse por completo a servir a Dios como él lo ordena.
En cuanto los israelitas se enteraron de la petición del rey, dieron en abundancia de lo mejor que tenían; de su cosecha de trigo, vino, aceite y miel, y de todo lo que habían recogido de sus campos. También entregaron la décima parte de todo lo que tenían, que resultó ser una gran cantidad de cosas.
Era el mes de Silván, cuando la gente de Israel, y de Judá empezó a llevar a Jerusalén la décima parte de sus reses, de sus ovejas y de lo que había apartado para Dios. Después de cuatro meses dejaron de guardar y acomodar sus ofrendas.
Cuando Ezequías y los principales jefes vieron esa gran cantidad de ofrendas, bendijeron a Dios y a su pueblo Israel. Entonces Ezequías les pidió a los sacerdotes y a sus ayudantes que le informaran sobre lo que se estaba haciendo con esas ofrendas. Azarías, que era el jefe de los sacerdotes, y descendiente de Sadoc, le respondió: Dios ha bendecido a su pueblo, y es tanto lo que desde el principio han traído al templo, que no nos ha faltado comida; por el contrario ha sobrado mucho.
Entonces Ezequías mandó que prepararan las bodegas del templo de Dios, y allí guardaron todos los diezmos y ofrendas que la gente había traído. Para cuidar de todo eso, nombraron a Conanías y a su hermano Simí, que eran ayudantes de los sacerdotes. Bajo sus órdenes estaban los vigilantes, que también fueron nombrados por el rey y por Azarías, que era el jefe principal del templo de Dios. Sus nombres eran: Jehiel, Azazías, Náhat, Asael, Jerimot, Jozahad, Eliel, Ismaquías, Máhat, Benaías.
Coré hijo de Imná, de la tribu de Leví, tenía a sus cargo la vigilancia de la entrada este del templo, y era el responsable de cuidar las ofrendas que la gente daba voluntariamente a Dios. También se encargaba de repartirlas entre los sacerdotes y sus ayudantes.
Coré tenía seis ayudantes que, con toda honradez, repartían las ofrendas entre los sacerdotes y los ayudantes que vivían en las ciudades y campos de pastoreo del territorio de Judá. Los sacerdotes que recibían esa ayuda debían ser descendientes de Aarón, y los ayudantes debían estar en la lista oficial de ayudantes al servicio de Dios. Estos eran los seis ayudantes: Edén, Minjamín, Jesús, Semaías, Amarías, Secanías.
La repartición se hacía de la siguiente manera en un libro estaban escritos los nombres de todos los sacerdotes y los ayudantes mayores de tres años. La lista de los sacerdotes seguía el orden de la familia a la que pertenecían, y a la lista de los ayudantes tenía una sección con todos aquellos mayores de veinte años, según el turno y el trabajo que hacían. Como estos estaban totalmente dedicados a servir a Dios, en el libro también estaban registrados los nombres de todos sus familiares, es decir, de sus esposas, hijos e hijas.
Y así, todos los sacerdotes y levitas que iban al templo para cumplir con sus trabajos diarios, según el turno y trabajo que les tocaba hacer, recibían la parte que les correspondía.
Ezequías tuvo éxito en la organización del trabajo del templo, porque todo lo hizo con el único deseo de agradar a Dios, y porque siempre actuó de acuerdo con su ley. Por eso Dios consideró que todo lo que Ezequías hizo en el territorio de Judá, lo había hecho con sinceridad.
Después de que Ezequías hizo todo esto, con lo que demostró su obediencia y fidelidad a Dios, vino Senaquerib, rey de Asiria, e invadió el territorio de Judá. Y aunque las ciudades tenían murallas, las rodeó para conquistarlas.
Cuando Ezequías se dio cuenta de que Senaquerib había decidido atacar también a Jerusalén, reunió a los principales jefes del pueblo y a sus soldados más valientes, y les propuso tapar los pozos que estaban fuera de la ciudad. De esa manera los asirios no tendrían agua para beber. Todos estuvieron  de acuerdo en hacerlo, y de inmediato reunieron a mucha gente para  tapar todos los pozos, y cortar el paso del río que cruzaba la ciudad. Así, cuando el rey de Asiria llegara, no tendría suficiente agua.
Luego, Ezequías cobró ánimo y mandó reparar la muralla de la ciudad. Construyó torres sobre ella, y también edificó otra muralla exterior. Además, fortaleció el relleno de tierra del lado este de la Ciudad de David, y fabricó una gran cantidad de lanzas y escudos. Luego puso a los jefes del ejército al mando del pueblo, y los reunió en el patio principal que estaba frente a la entrada de la ciudad para darles ánimo. Les dijo: ¡Tengo confianza y sean valientes! ¡No se desanimen  ni les tengan miedo al rey de Asiria y a su gran ejército! Nosotros somos más poderosos. El rey de Asiria confía en su ejército; pero nosotros tenemos a Dios de nuestra parte, y él peleará por nosotros.
Al oír el rey, el pueblo cobró valor. Mientras Senaquerib, rey de Asiria, atacaba con todas sus tropas la ciudad de Laquis, envió mensajeros a Jerusalén para que dieran este mensaje a Ezequías y a toda la gente de Judá: ¿Cómo pueden estar tan tranquilos? ¡Los tengo rodeados con mi ejército! ¿A qué se atienen? ¿No será que Ezequías los ha engañado al decirles que su Dios los librará de mi poder? Lo único que Ezequías hará es matarlos de hambre y de sed.
¿No cometió Ezequías el error de quitar los altares donde adoraban a Dios? ¿No fue él quien  les ordenó que solamente lo adoraran en un altar? ¿Acaso no se han enterado de lo que yo y mis antepasados hemos hecho con todas las naciones? ¡Ningún dios ha podido detenernos! ¿Qué les hace pensar que su Dios sí podrá hacerlo? Si ninguno de esos dioses pudo librar a su pueblo de mi poder, ¡mucho menos podrá hacerlo el Dios de ustedes! ¡No se dejen engañar por Ezequías!
Estos y muchos insultos más lanzaron los mensajeros del rey de Asiria contra Dios y contra su servidor Ezequías. Los insultaban a gritos y en el idioma de Judá, para meterles miedo a los que estaban en la muralla de Jerusalén. Pensaban que así sería más fácil conquistar a la ciudad.
Además, Senaquerib escribió cartas en las que también insultaba al Dios de Israel. En ellas decía: Si los dioses de las demás naciones no pudieron librarlas de mí poder, mucho menos podrá el Dios de Ezequías librar a su pueblo.
Senaquerib y sus mensajeros pensaban que Dios era como los dioses de las naciones de la tierra, que son fabricados por los hombres.
Ante esa situación, el rey Ezequías y el profeta Isaías hijo de Amós, clamaron a Dios y le pidieron ayuda. En respuesta, Dios envió un ángel que mató a los valientes soldados y jefes del ejército del rey de Asiria. A Senaquerib no le quedó más remedio que regresar a su país lleno de vergüenza. Y cuando entró al templo de su dios, sus propios hijos lo mataron.
Así fue como Dios libró a Ezequías y a los habitantes de Jerusalén del poder de Senaquerib, rey de Asiria. También los libró del poder de todos sus enemigos, y les permitió vivir en paz con los pueblos vecinos.
En agradecimiento por todo eso, muchos llevaron a Jerusalén ofrendas para Dios, y valiosos regalos para el rey Ezequías. Desde ese día, el rey se hizo muy famoso en todas las naciones.
En esos días, Ezequías se puso tan enfermo que estaba a punto de morirse. Sin embargo, le pidió a Dios que lo sanara, y Dios le dio una señal de que así lo haría.
¨Pero Ezequías fue tan orgulloso que no le dio gracias a Dios por su ayuda. Entonces Dios se enojó tanto que decidió castigar a Ezequías, y también a todos los de Judá y de Jerusalén.
Sin embargo, Ezequías y los que vivían en Jerusalén se arrepintieron de su orgullo. Así, mientras Ezequías estuvo con vida, Dios dejó en paz a los habitantes de Judá y de Jerusalén.
Dios permitió que Ezequías llegara a tener grandes riquezas y honores. Y fue tanto lo que llegó a poseer, que se construyó lugares para guardar las enormes piedras preciosas, perfumes, escudos y objetos valiosos.
También construyó bodegas para almacenar los cereales, el vino y el aceite. Ordenó construir establos para las muchas clases de ganado que tenía, y también hizo corrales para los rebaños. Además, ordenó construir varias ciudades.
Ezequías también mandó tapar el paso del agua y que salía del pozo de Guihón, y luego hizo construir un canal para llevar el agua hasta el lado oeste de la ciudad de David. Todo lo que Ezequías hizo tuvo éxito.
En cierta ocasión, los líderes de Babilonia enviaron gente para averiguar lo que había pasado con Ezequías y la señal que Dios le había dado. Entonces Dios dejó que Ezequías atendiera ese asunto por sí mismo, pues quería saber si los respetaba y obedecía.
La historia de Ezequías y de cómo obedeció a Dios, está escrita en el libro del profeta Isaías hijo de Amós, y en el libro de la historia de los reyes de Israel y de Judá.
Cuando Ezequías murió, lo enterraron en el cementerio de los reyes, en una tumba especial para los reyes más respetados por el pueblo. Toda la gente de Judá, y los que vivían en Jerusalén, hicieron un gran funeral en su honor. Manasés, su hijo, reinó en su lugar.
Manasés comenzó a reinar a los doce años. Manasés no obedeció a Dios, pues practicó las costumbres vergonzosas de las naciones que Dios había expulsado del territorio de los israelitas. Reconstruyó los pequeños templos que su padre Ezequías había destruido, hizo imágenes de la diosa Astarté y edificó altares para adorar a Baal, y adoró a todos los astros del cielo.
Manasés construyó altares para esos astros en los patios del templo de Dios, aun cuando Dios había dicho que ese templo sería su casa en Jerusalén por siempre. Puso la imagen de un ídolo en el templo de Dios, practicó la hechicería y la brujería, y se hizo amigo de brujos y espiritistas. También hizo quemar a su hijo como un sacrificio en el valle de Ben-hinom. Su comportamiento fue tan malo, que Dios se enojó mucho. Dios les había dicho a David y a su hijo Salomón: De todas las ciudades de Israel ha elegido a Jerusalén, para poner allí mi templo y vivir en él para siempre. Si los israelitas obedecen todos los mandamientos que le di a Moisés, no los expulsaré del país que les he dado.
Pero los israelitas no obedecieron a Dios, y Manasés les enseñó a cometer peores pecados que los que habían cometido las naciones que Dios había destruido cuando los israelitas llegaron a la región. Dios les hizo ver a Manasés y a su pueblo que estaban equivocados, pero ellos no le hicieron caso.
Entonces Dios hizo que los jefes del ejército del rey de Asiria atacaron a los israelitas. Los asirios apresaron a Manasés y lo humillaron, pues le pusieron un gancho en la nariz, lo ataron con cadenas de bronce y se lo llevaron prisionero a Babilonia.
Allí, mientras sufría tal humillación, Manasés le rogó a Dios que lo perdonara. Se humilló tanto delante del Dios de sus antepasados, que Dios escuchó su oración y lo perdonó. Además, le permitió volver a Jerusalén para reinar sobre Judá. Sólo así pudo Manasés comprender que su Dios era el Dios verdadero.
Después de esto, Manasés construyó una muralla más alta alrededor de la Ciudad de David. Esta empezaba al oeste de Guihón, pasaba por el arroyo y llegaba al Portón del Pescado, y finalmente rodeaba el monte Ofel. Luego puso a los jefes de su ejército en todas las ciudades de Judá que tenían murallas. También quitó los dioses extranjeros y el ídolo que había puesto en el templo de Dios. Además, destruyó todos los altares que había construido en Jerusalén y en el cerro donde estaba el templo, y los arrojó fuera de la ciudad.
Manasés restauró el altar de Dios, y presentó ofrendas para pedir perdón y dar gracias a Dios. Finalmente, le ordenó a toda la gente de Judá que solamente adorara y sirviera al Dios de Israel. El pueblo obedeció a Manasés, presentando ofrendas a su Dios, aunque también siguieron haciéndolo en los pequeños templos de las colinas.
La historia de Manasés está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel, y en la Historia de profetas. Allí se puede leer acerca de su oración y la respuesta que Dios le dio, y también acerca de sus pecados y su desobediencia. Allí aparece la lista de los pequeños templos de las colinas, en donde edificó altares y puso imágenes de Astarté y de ídolos, y allí se narra también cómo adoró Manasés a esos ídolos, y cuáles fueron los mensajes que recibió de Dios por medio de los profetas.
Cuando Manasés murió, lo enterraron en el jardín de su palacio. Su hijo Amón reinó en su lugar.
Amón tenía veintidós años cuando comenzó a reinar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dos años. Amón no obedeció a Dios, sino que siguió el mal ejemplo de su padre Manasés, pues adoró a los ídolos que su padre había fabricado, y les ofreció sacrificios. Pero Amón no se humilló ante Dios, como lo había hecho Manasés, sino que se comportó peor aún. Un día sus servidores se rebelaron contra él y lo mataron en su palacio. Luego el pueblo mató a esos servidores de Amón, y puso como rey a su hijo Josías.
Josías comenzó a reinar a los ocho años. La capital de su reino fue Jerusalén y su reinado duró treinta y un años. Josías obedeció a Dios en todo, pues siguió fielmente el ejemplo de su antepasado David.
A la edad de dieciséis años, el rey Josías empezó a obedecer al Dios de su antepasado David. Cuatros años después, comenzó a quitar los altares en los que el pueblo adoraba al dios Baal. También quitó las imágenes de la diosa Astarté, las imágenes y los ídolos que había por todo el territorio de Judá y en Jerusalén.
Josías ordenó que destruyeran todo eso hasta hacerlo polvo, y que luego esparcieran el polvo sobre las tumbas de quienes habían ofrecido sacrificios en ellos. Después mandó quemar los huesos de los sacerdotes de esos dioses, y los quemaron sobre los altares que ellos mismos habían usado para quemar incienso. Al terminar, también destruyeron esos altares.
Esto mismo hizo Josías en todo Israel y Judá, y no sólo en las ciudades, sino también en los poblados cercanos.
Después, a los dieciocho años de su reinado, Josías le ordenó a Safán hijo de Asaías, a Amasías, gobernador de la ciudad, y a su secretario Joah hijo de Joacaz, que repararan el templo de Dios.
Ellos fueron a ver a Hilquías, el jefe de los sacerdotes, y le entregaron el dinero que había en el templo de Dios. Ese dinero era el que los vigilantes de las entradas de templo había recogido entre la gente de las tribus de Manasés. Efraín y Benaín, y también entre la gente de Judá y de Jerusalén, y el resto del territorio israelita.
El dinero fue entregado después a los encargados de la construcción del templo para que pagaran a los carpinteros y a los constructores. Con ese mismo dinero compraron la madera y las piedras que necesitaban para las reparaciones. El templo estaba en ruinas, porque los reyes de Judá lo habían descuidado. Los encargados de la construcción del templo eran hombres honestos, dirigido por los siguientes ayudantes de los sacerdotes: Jáhat, Abdías, Zacarías, Mesulam.
Los dos primeros eran descendientes de Merarí, y los otros dos, descendientes de Quehat. Los ayudantes de los sacerdotes vigilaban  el trabajo de los cargadores, y dirigían a todos los obreros, sin importar el trabajo que realizaran.
Algunos ayudantes de los sacerdotes están muy buenos músicos, y otros eran secretarios, inspectores o vigilantes de las entradas del templo.
En el momento en que estaban sacando el dinero del templo, el sacerdote Hilquías encontró el libro de la Ley de Dios, que había sido dada por medio de Moisés. Entonces Hilquías le dijo al secretario Safán: ¡Encontré el libro de la Ley en el templo de Dios! Y se lo dio.
Safán le llevó el libro al rey, junto con este informe: Tus ayudantes están haciendo todo lo que les encargaste: Juntaron el dinero que había en el templo, y se lo dieron a los encargados de la construcción. Además, el sacerdote Hilquías encontró un libro y me lo entregó.
Entonces Safán se lo leyó al rey. Y cuando el rey escuchó lo que decía el libro de la Ley, rompió su ropa en señal de tristeza. Después les dio esta orden a Hilquías, a Ahicam hijo de Safán, a Abdón hijo de Micaías, al secretario Safán y a su ayudante personal Asaías: Vayan a consultar a Dios para que sepamos qué debemos hacer en cuanto a lo que dice este libro. ¡Dios debe estar furioso con nosotros, pues nuestros antepasados no obedecieron lo que está escrito aquí!.
Ellos fueron a ver a la profetisa Huldá, que vivía en el Segundo Barrio de Jerusalén. Huldá era la esposa de Salum hijo de Ticvá y nieto de Harthás, Salum era el encargado de cuidar la ropa del rey. Cuando la consultaron. Huldá les contestó: El rey Josías debe enterarse del desastre que el Dios de Israel va a mandar sobre este lugar y sus habitantes. Así lo dice el libro que le han leído al rey. Dios está muy enojado, pues lo han abandonado para adorar a otros dioses. ¡Ya no los perdonará más! Pero díganle al rey que Dios ha visto su arrepentimiento y humildad, y que sabe lo preocupado que está por el castigo que se anuncia en el libro. Como el rey ha prestado atención a todo eso, Dios no enviará este castigo por ahora. Dejará que el rey muera en paz y sea enterrado en la tumba de sus antepasados. Luego el pueblo recibirá el castigo que se merece.
Los mensajeros fueron a contarle al rey lo que había dicho  Dios por medio de la profetisa Huldá. Entonces el rey mandó a llamar a los líderes de Judá y de Jerusalén, para que se reunieran en el templo con él. A la cita acudieron todos los hombres de Judá, los habitantes de Jerusalén, los sacerdotes y sus ayudantes. Toda la nación, desde el más joven hasta el más viejo, fue el templo. Allí, el rey les leyó lo que decía el libro del pacto que habían encontrado. Después se puso de pie, junto a una columna, y se comprometió a obedecer siempre todos los mandamientos de Dios, y a cumplir fielmente el pacto que estaba escrito en el libro. Luego hizo que todos los que estaban allí presentes, y que eran de Jerusalén y de la tribu de Benjamín, se comprometieron a obedecer ese pacto. Y ellos cumplieron el pacto del Dios de sus antepasados.
Josías destruyó todos los odiosos ídolos que había en el país, y les ordenó a los israelitas que adoraran solamente al Dios de Israel. Mientras Josías vivió, su pueblo obedeció a Dios de sus antepasados.
El día catorce del mes de Ahib, Josías ordenó dar inicio a la celebración de la Pascua en Jerusalén, sacrificando el cordero de la fiesta. A los sacerdotes los organizó de acuerdo a sus tareas, y los animó para que hicieran bien su trabajo en el templo de Dios. A los ayudantes de los sacerdotes que se dedicaban a las enseñanzas de la ley de Dios, les ordenó lo siguiente: Ya no es necesario que transporten de un lugar, a otro el cofre del pacto de Dios. Pónganlo en el templo que el rey Salomón construyó. De ahora en adelante trabajarán en el templo, al servicio de su Dios y su pueblo Israel.
Sigan las instrucciones que el rey David y su hijo Salomón nos dieron, y organícense de acuerdo a sus familias y a sus turnos de trabajo. Así, un grupo de ayudantes de cada familia tendrá su oportunidad de servir en el templo. Cada grupo representará a las demás familias israelitas. Cumplan con la ceremonia de preparación y sacrifiquen el cordero de la Pascua, para que así sus compatriotas tengan todo los necesario para celebrar la fiesta, tal y como Dios lo ordenó por medio de Moisés.
Entonces Josías les dio a todos los que estaban allí treinta mil animales de su propio ganado, para que celebraran la Pascua. Entre los animales iban corderos y cabritos, además de otros tres mil novillos que también ofreció.
Al ver esto, los asistentes del rey también regalaron  animales, para que el pueblo, los sacerdotes y sus ayudantes celebraran la Pascua.
Además, Hilquías, Zacarías y Jehiel, que eran los asistentes del rey y estaban a cargo del templo de Dios, les dieron a los sacerdotes dos mil seiscientos corderos y trescientos novillos. Conanías y sus hermanos  Semaías y Natanael, así como Hasabías, Jehiel y Jozabad, jefes de los ayudantes de los sacerdotes, dieron cinco mil corderos y quinientos novillos.
Una vez que los sacerdotes estuvieron listos y sus ayudantes se organizaron por grupos, de acuerdo a las órdenes del rey, empezaron la celebración de la Pascua.
Los sacerdotes sacrificaron los animales de la Pascua y rociaron el altar con la sangre. Los ayudantes les quitaron la piel a los animales, y les sacaron la grasa para darle a cada familia la parte que le correspondía quemar ante Dios. Luego asaron los animales para la fiesta, y el resto de las ofrendas de Dios las cocinaron en ollas, calderos y sartenes. Todo eso lo repartieron entre la gente del pueblo, y así cumplieron con lo que había ordenado Moisés.
Los ayudantes de los sacerdotes no sólo tuvieron que cocinar su propia parte, sino también la que les tocó a todos aquellos que estuvieron muy ocupados como para hacerlo por sí mismos. Los sacerdotes, por ejemplo, estuvieron ocupados hasta el anochecer, presentando la grasa y las ofrendas que fueron quemadas. Los cantores estuvieron ocupados siguiendo las indicaciones que habían dejado David, Asaf, Hernán y Jedutún, el profeta del rey. Y los encargados de vigilar las entradas del templo tampoco pudieron dejar su puesto.
Así fue como organizaron todo lo que se necesitó para celebrar la Pascua, y para quemar sobre el altar las ofrendas presentadas a Dios. Todo se hizo según las instrucciones del rey Josías. Durante siete días, los israelitas celebraron la fiesta de la Pascua y de los panes sin levadura.
Cuando Josías cumplió dieciocho años de gobernar, tanto él como los sacerdotes y el pueblo celebraron la Pascua en Jerusalén. Nunca antes se había festejado la Pascua de esa manera, ni en la época en que gobernó el profeta Samuel, ni en la época de los reyes que gobernaron Israel antes de Josías.
Mucho tiempo después de que Josías reparara el templo, Necao, rey de Egipto, salió en plan de guerra hacia Carquemis, junto al río Eufrates. Josías pensó que Necao quería atacarlo; pero Necao envió mensajeros a decirle: No tengo nada contra ti, sino contra una nación enemiga. Además, Dios me ha ordenado hacer esto con prontitud. No te opongas a los  planes de Dios, porque él podría destruirte.
Pero Josías no se dio cuenta de que Dios le estaba hablando por medio de Necao. Así que se puso su armadura y fue a pelear contra Necao en el valle de Meguido. En medio de la batalla, una flecha alcanzó al rey Josías, y sus ayudantes lo sacaron del campo, pues estaba herido de muerte. Lo sacaron del carro de combate en el que estaba, lo pasaron a otro de sus carros, y lo llevaron a Jerusalén. Sin embargo, poco después murió. Lo enterraron junto a la tumba de sus antepasados, y todos en Judá y Jerusalén lamentaron en gran manera la muerte de Josías.
Jeremías compuso un canto que expresaba su gran tristeza por la muerte de Josías. Lo mismo hicieron los cantores y cantoras; y hasta el momento en que esto se escribió, era costumbre en Israel recordar a Josías con esas canciones tan tristes. La letra de estas canciones está escrita en el Libro de las lamentaciones.
La historia de Josías está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de Judá. En ese libro se puede leer acerca de todo lo que hizo Josías, y de cómo obedeció la ley de Dios.
El pueblo eligió a Joacaz para que reinara en lugar de Josías, su padre. Joacaz tenía veintitrés años cuando comenzó a gobernar. La capital de su reino fue Jerusalén, pero su reinado sólo duró tres meses, pues el rey de Egipto no le permitió gobernar, y se lo llevó prisionero. Este rey obligó a todo el país a pagar un impuesto de treinta y tres kilos de oro y tres mil trescientos kilos de plata. Luego nombró a Eliaquim como rey de Judá en Jerusalén, que era la capital. Eliaquim era hermano de Joacaz, pero el rey de Egipto le cambió el nombre, y le llamó Joacín.
Joacín tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró once años.
Joacín no obedeció a Dios. Nabucodonosor, rey de Babilonia, peleó contra él, lo encadenó y se lo llevó prisionero a Babilonia. También se llevó con él una parte de los utensilios del templo de Dios, y los puso en el templo de su dios en Babilonia.
La historia de Joacín narra su terrible comportamiento, y está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de Judá. Joaquín, su hijo, reinó en su lugar.
Joaquín tenía ocho años cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado sólo duró tres meses y diez días. Joaquín no obedeció a Dios.
En la primavera de ese año, el rey Nabucodonosor ordenó que llevaran a Joaquín preso a Babilonia. En su lugar, Nabucodonosor nombró como rey de Judá a Sedequías, que era hermano de Joaquín. También se llevaron a Babilonia los utensilios de más valor que había en el templo de Dios.
Sedequías tenía veintiún años cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró once años. Sedequías no obedeció a Dios, ni le hizo caso al profeta Jeremías cuando este le dio mensajes de parte de Dios. Fue muy orgulloso y terco; nunca quiso arrepentirse ni obedecer al Dios de Israel.
Sedequías fue tan rebelde que tampoco obedeció al rey Nabucodonosor ni cumplió con el juramento que le había hecho.
De la misma manera se comportaron los principales sacerdotes y el pueblo. Traicionaron a Dios en gran manera, pues siguieron las odiosas costumbres de los países que adoraban dioses falsos. También se comportaron de manera terrible en el templo de Dios, el cual había sido dedicado a su adoración.
A pesar de eso, Dios amó a su pueblo y a su templo, y les envió muchos mensajeros para llamarles la atención. Pero la gente siempre se burlaba de los mensajeros de Dios y de los profetas, y no les hacían caso. Y así siguieron hasta que Dios ya no aguantó más y, muy enojado, decidió castigarlos.
Dios hizo que Nabucodonosor atacara Jerusalén y la derrotara. El rey Nabucodonosor mató a los  jóvenes en el templo, y luego mató a muchos de los habitantes de Jerusalén, sin importar si eran hombres o mujeres, niños o ancianos.
Nabucodonosor se llevó a Babilonia todos los utensilios y tesoros del templo de Dios. También se apoderó de los tesoros del rey y de sus asistentes. Luego derribó la muralla de Jerusalén, les prendió fuego al templo de Dios y a los palacios, y destruyó todos los objetos de valor.
Los israelitas que quedaron con vida fueron llevados presos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus descendientes. Así permanecieron, hasta que el reino de Persia se convirtió en un país poderoso y conquistó Babilonia.
Así fue como se cumplió lo que Dios había anunciado por medio del profeta Jeremías. El territorio de Judá quedó abandonado setenta años, y sólo así pudo disfrutar de paz.
En el primer año del gobierno de Ciro, rey de Persia, este rey dio la siguiente orden a todos los habitantes de su reino: El Dios de los cielos, que es dueño de todo, me hizo rey de todas las naciones, y me encargó que le construya un templo en la ciudad de Jerusalén, que está en la región de Judá. Por tanto, todos los que sean de Judá y quieran reconstruir el templo, tienen mi permiso para ir a Jerusalén. ¡Y que Dios los ayude!       Ciro, rey de Persia.
Con esta orden se cumplió la promesa que Dios había hecho por medio del profeta Jeremías.
Aquí puedes darte cuenta que lo más importante es que el hombre honre a Dios con su conducta, que agrade a Dios siendo obediente a sus mandatos para que le vaya bien.
No obstante, es importante que el hombre muestre gratitud a Dios y ayude a la iglesia, a los que se dedican de tiempo completo a servir a Dios y preparan las ofrendas de Dios, pues están dedicados por completo y así El lo ordena. Además, es conveniente que el hombre, obedezca y cumpla los mandatos de Dios, que entregue de corazón la décima parte de lo que tiene y será bendecido abundantemente.
Así, también es necesario que el hombre se aparte de la idolatría y adore sólo a Dios, al único y verdadero Dios, pues el Espíritu de Dios, vive en cada persona que lo ha recibido en su ser interior.
Así pues, el hombre regenerado hace todo lo que Dios ha ordenado y lo hace con prontitud, pues el hombre obediente no se opone a los planes de Dios.

Con Alta Estima,

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