miércoles, 2 de septiembre de 2015

Respeten siempre a Dios y recuerden que El no acepta las injusticias


Por el contrario, Josafat, el rey de Judá, regresó sano y salvo a su palacio en Jerusalén. Entonces el profeta Jehú hijo de Hananí, salió a recibirlo y le reclamó: ¿Por qué ayudaste a un malvado, y te hiciste amigo de gente que odia a Dios? Dios está muy enojado contigo. Sin embargo, a Dios le agrada que hayas destruido en todo el país las imágenes de Astarté, y que lo ames con sinceridad.
Aunque Josafat vivía en Jerusalén, recorría todo su territorio visitando cada una de sus ciudades; hablaba con la gente y hacía que se arrepintiera y adorara al Dios de sus antepasados. Al mismo tiempo, iba nombrando jueces en todas las ciudades de Judá, las cuales había convertido en fortalezas. A estos jueces les decía:  Ustedes serán los representantes de la justicia de Dios, no de la justicia humana. Por eso deben ser muy cuidadosos al cumplir con su deber. Respeten siempre a Dios, y recuerden que él no acepta las injusticias; él no verá bien que ustedes favorezcan más a una persona que a otra, o que le den la razón a alguien a cambio de dinero. Dios los ayudará a ser justos en todo lo que hagan.

En la ciudad de Jerusalén, Josafat eligió a algunos de los sacerdotes y de sus ayudantes, así como a algunos jefes de familia de Israel, para que sirvieran como jueces y resolvieran los problemas que tuviera la gente. A ellos les dio las siguientes instrucciones: Para que ustedes cumplan con su trabajo como Dios manda, es necesario que siempre obedezcan a Dios, y hagan su trabajo con honestidad.
Ustedes deben enseñarles a sus compatriotas a obedecer todo lo que Dios ha ordenado, ya sea que se trate de un asesinato, o de cualquier otro tipo de problemas. Díganlo a la gente que no ofenda a Dios, para que él no los castigue. Sigan ustedes mi consejo, y no tendrán de qué arrepentirse.
Como jefe de ustedes he puesto a Amarías, el jefe de los sacerdotes; él los guiará en todos los asuntos que tengan que ver con Dios. Zebadías, hijo de Ismael y jefe de la tribu de Judá, los ayudará a resolver los asuntos que tengan que ver con el bienestar del reino. Los ayudantes de los sacerdotes los ayudarán en lo que ustedes pidan. ¡Dios los ayudará a hacer el bien! ¡Sean valientes, y manos a la obra!

Después de esto, los moabitas, los amonitas, y parte de los meunitas, se unieron para atacar a Josafat. Los mensajeros de Josafat le dieron aviso, diciéndole: ¡Un ejército muy numeroso viene a atacarte! Partió de Edom, del otro lado del Mar Muerto, y ya está muy cerca, en la ciudad de En-gadi.
Josafat, lleno de miedo, buscó la ayuda de Dios, y para mostrar su angustia le pidió a todo su pueblo que no comiera. De todas las ciudades de Judá llegó gente a Jerusalén para pedir la ayuda de Dios. Al ver la multitud, Josafat se puso de pie, frente al patio nuevo que está en la entrada del templo de Dios, y oró así:  Dios de nuestros antepasados, ¡tú estás en los cielos, y dominas a todas las naciones de la tierra! ¡La fuerza y el poder te pertenecen! ¡Nadie puede vencerte! Dios nuestro, tú expulsaste a los pueblos que antes vivían en este territorio, y nos lo diste a nosotros, que somos descendientes de tu amigo Abraham.

Este ha sido nuestro país, y en él edificamos un templo para honrarte; allí hicimos esta oración: Si en alguna ocasión nos castigas con toda clase de males, y en medio de nuestras angustias venimos a buscarte a este templo, escúchanos y ayúdanos.

Cuando nuestros antepasados salieron de Egipto, tú no les permitiste entrar al territorio de Amón, Moab y Seír, sino que les mandaste que fueran por otro camino. Así evitaste que ellos destruyeran a esos pueblos. Pero ahora los ejércitos de esa gente nos están atacando, y nos quieren echar del territorio que tú nos diste.

Dios nuestro, ¡castígalos! Nosotros no podemos hacerle frente a un ejército tan grande. ¡Ni siquiera sabemos qué hacer! Por eso nos dirigimos a ti en busca de ayuda.
Todo el pueblo de Judá, hombres, mujeres y niños, estaba de pie en el templo de Dios. Allí también se encontraba uno de los ayudantes de los sacerdotes, llamado Jahaziel hijo de Zacarías. Estos son los antepasados de Jahaziel: Asaf, Matanías, Jeiel, Benaías, Zacarías.
De pronto, el espíritu de Dios le dio este mensaje a Jahaziel, quien dijo: ¡Rey Josafat, y todos los que viven en Judá y en Jerusalén, escuchen bien esto! Dios dice que él peleará contra ese ejército tan numeroso, así que no se alarmen ni tengan miedo.

El día de mañana, ellos subirán por la cuesta de Sis; ustedes salgan a encontrarlos donde termina el río que está frente al desierto de Jeruel. Pero no los ataquen; más bien quédense quietos allí, y sean testigos de cómo Dios peleará contra ellos.
Entonces Josafat se puso de rodillas, hasta tocar el suelo con la frente, y todos los que estaban con él también se arrodillaron ante Dios y lo adoraron. Mientras tanto, los descendientes de Quehat y de Coré, de la tribu de Leví, se pusieron de pie, alzaron su voz y empezaron a cantar alabanzas a Dios.
Al día siguiente, se levantaron muy temprano y se prepararon para ir hacia el desierto de Tecoa. Cuando iban saliendo de Jerusalén, Josafat se puso de pie y les dijo: Escúchenme con atención, todos los que viven en Jerusalén y en Judá: Confíen en nuestro Dios y en sus profetas; si lo hacen, todo saldrá bien; ¡nada nos sucederá!

Luego Josafat se puso de acuerdo con el pueblo, y eligió a varios cantores para que marcharan al frente del ejército, y fueran cantando y alabando a Dios con el himno que dice: Den gracias a Dios, porque él nunca deja de amarnos. Los cantores marcharon, vestidos con sus trajes especiales, y en cuanto empezaron a cantar, Dios confundió a los enemigos de Judá. Fue tal la confusión, que los amonitas y los moabitas atacaron a los de Seír, hasta que acabaron con todos. Luego, los amonitas y los moabitas se pelearon entre ellos, y acabaron matándose unos a otros. Así fue como cayeron derrotados.

Cuando el ejército de Judá llegó hasta el punto desde el cual se ve el desierto, sólo vieron un montón de cadáveres regados por todos lados. ¡No quedó nadie con vida!
Entonces Josafat y su ejército fueron a apoderarse de las pertenencias de sus enemigos. Encontraron gran cantidad de alimentos, ropa y utensilios valiosos; era tanto lo que había, que pasaron tres días recogiéndolo todo, y ni aun así pudieron llevárselo.
Al cuarto día se reunieron en un valle para bendecir a Dios. Por eso, hasta el día en que se escribió esta historia, a ese lugar se le conoce como Valle de Bendición.

Y como Dios les había dado una gran alegría por la derrota de sus enemigos, todos los hombres de Judá y de Jerusalén regresaron muy felices a Jerusalén, bajo el mando de Josafat. Al llegar, se dirigieron al templo de Dios tocando arpas, instrumentos de cuerdas y trompetas.
Cuando los demás pueblos de la región se enteraron de que Dios mismo había peleado contra los enemigos de Israel, tuvieron mucho miedo y ya no se atrevieron a pelear contra Israel. Desde entonces, el reinado de Josafat gozó de mucha tranquilidad.
Josafat tenía treinta y cinco años de edad cuando fue nombrado rey, y reinó en Jerusalén veinticinco años. Su madre se llamaba Azubá, y era hija de Silhí.

Josafat se comportó siempre bien, y obedeció a Dios en todo, así como lo había hecho su padre Asá. Sin embargo, Josafat no destruyó los pequeños templos que había en las colinas, donde se adoraba a otros dioses, pues no todos amaban a Dios con sinceridad.

A pesar de que Ocozías, rey de Israel, era un hombre malvado, Josafat también se unió a él, y juntos construyeron barcos en el puerto de Esión-guéber, para enviarlos a Tarsis. Fue entonces cuando Eliézer hijo de Dodavahu, de la ciudad de Maresá, le dio a Josafat este mensaje de parte de Dios: A Dios no le agradó que te unieras a Ocozías, y por eso destruirá los barcos que has construido.
Y así sucedió; los barcos se hundieron y no pudieron partir hacia Tarsis. La historia de Josafat, de principio a fin, está escrita en <Las historias de Jehú hijo de Hananí>, que son parte del libro de la historia de los reyes de Israel.

Cuando Josafat murió, lo enterraron en la tumba de sus antepasados, que está en la Ciudad de David. Joram, su hijo, reinó en su lugar.
Josafat, rey de Judá, tuvo siete hijos: Joram, Azarías, Jehiel, Zacarías, Azarías, Micael, Sefatías.
Joram era el mayor de todos, y por eso le correspondía ser el rey. Al resto de sus hermanos su padre les dio como regalo mucho oro y plata, y objetos de gran valor. Además, los nombró gobernadores de varias ciudades fortificadas en Judá.

Sin embargo, cuando Joram tuvo control total del reino, se aseguró de que nadie se lo quitara, y mandó matar a todos sus hermanos y también a algunos de los líderes más importantes del país.
Joram tenía treinta y dos años cuando comenzó a reinar. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró ocho años.

Joram desobedeció a Dios, al igual que los otros reyes de Israel, y en especial los de la familia de Ahab, porque se casó con la hija de Ahab. A pesar de eso, Dios no quiso destruir a Joram, pues le había prometido a David que su familia siempre reinaría.

Durante el reinado de Joram, el país de Edom se rebeló contra Judá. Los edomitas ya no querían seguir bajo el dominio de Judá, y por eso nombraron su propio rey; luego fueron y rodearon con su ejército a Joram y a su gente. Joram, por su parte, se levantó de noche, llamó a los jefes del ejército, preparó los carros de combate, y atacó a los de Edom. Pero Joram y su gente perdieron la batalla, y hasta el momento en que esto se escribió, Judá no pudo volver a dominar a los edomitas.

Y como Joram había dejado de obedecer y honrar a Dios, en esos días también la gente de Libná se rebeló contra Judá. Por si fuera poco, Joram construyó altares en las colinas de Judá, para que la gente de Jerusalén adorara a dioses falsos. Joram hizo que todo el pueblo de Judá se alejara de Dios.
El profeta Elías le envió a Joram una carta que decía: Nuestro Dios, a quien tu antepasado David adoró, te envía el siguiente mensaje: Me he dado cuenta de que, en lugar de seguir el buen ejemplo de tu padre Josafat, o el de Asá, rey de Judá, has seguido el mal ejemplo de los reyes de Israel. Te has comportado como Ahab; por tu culpa todos los habitantes de Judá y de Jerusalén aman a otros dioses. Y para colmo, ordenaste que mataran a tus hermanos, que eran mejores que tú.

Por eso, Dios castigará duramente a tu pueblo, a tus hijos y a tus mujeres; además, perderás todas las riquezas que has acumulado. Y a ti te vendrá una enfermedad tan grave, que sufrirás terribles dolores de estómago por el resto de tu vida, hasta que se te salgan los intestinos.
Y así sucedió. Dios hizo que los filisteos y los árabes, vecinos de los etíopes, odiaran a Joram, por lo cual se levantaron en guerra e invadieron Judá. Se apoderaron de todas las riquezas que el rey Joram tenía en su palacio, y también se llevaron como prisioneros a sus hijos y a sus mujeres. Solamente le dejaron a Joacaz, su hijo menor.

Después de esto, Dios castigó a Joram con una enfermedad en el estómago, que no tenía curación. Su sufrimiento duró dos largos años, y era tan grave su estado, que finalmente se le salieron los intestinos. Murió en medio de terribles dolores.

En su funeral, el pueblo no le hizo grandes honores, pues no encendieron en su memoria una gran hoguera, como lo habían hecho con reyes anteriores.
Joram tenía treinta y dos años cuando comenzó a reinar. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró ocho años. Y aunque lo enterraron en la ciudad de David, nadie se lamentó por su muerte ni lo pusieron junto a las tumbas de los reyes.

Los que ayudaron a los árabes en su ataque contra Judá, mataron a todos los hijos de Joram, excepto al menor de ellos, que se llamaba Ocozías. Por esa razón, la gente de Jerusalén lo nombró rey. La madre de Ocozías se llamaba Atalía y era nieta de Omrí.
Ocozías tenía cuarenta y dos años de edad cuando comenzó a reinar en Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró sólo un año.

Tras la muerte de su padre, Ocozías siguió los consejos de su madre y de sus parientes, los descendientes de Ahab. Pero sus consejos llevaron a este rey al fracaso, pues Ocozías desobedeció a Dios. Por ejemplo, siguiendo los consejos de sus parientes, Ocozías se unió a Joram, el rey de Israel, para luchar en contra de Hazael rey de Siria. Pelearon en Ramot de Galaad, y durante la batalla Joram resultó herido, por lo que tuvo que regresar a Jezreel para que le curaran las heridas. Luego Ocozías fue a Jezreel a visitarlo.

Dios había decidido que Ocozías muriera durante aquella visita a Joram, y ya había elegido a Jehú hijo de Nimsí, para que matara a toda la familia de Ahab.
Y así sucedió; Jehú encontró a los jefes principales de Judá y a los ayudantes de Ocozías, que eran familiares de este, y los mató.

Ocozías había salido con Joram para encontrarse con Jehú, pero al enterarse de lo que Jehú había hecho, huyó y se escondió en Samaria. Sin embargo, los hombre de Jehú lo atraparon, lo llevaron preso ante Jehú, y lo mataron. Como Ocozías había sido nieto de Josafat, que había servido a Dios con toda sinceridad, decidieron enterrarlo.

Después de esto ya no hubo en la familia de Ocozías nadie que pudiera ser rey en Judá.
Cuando Atalía, la madre de Ocozías, se enteró de que su hijo había muerto, mandó matar a toda la familia del rey. Pero Joseba, que era hija del rey Joram, hermana de Ocozías y esposa del sacerdote Joiadá, tomó a Joás, que era uno de los hijos de Ocozías, y lo escondió con su niñera en el dormitorio. Así escapó Joás de la muerte, y durante seis años estuvo escondido con su niñera en el templo de Dios. Mientras tanto, Atalía reinaba en el país.
Al séptimo año, Joiadá se armó de valor y mandó llamar a estos capitanes del ejército:  Azarías hijo de Jeroham, Ismael hijo de Johanán, Azarías hijo de Obed, Maaseías hijo de Adafas, Elisafat hijo de Zicrí.

Ellos, a su vez, fueron por todo el territorio y las ciudades de Judá, y reunieron a los ayudantes de los sacerdotes y a los jefes de las familias de Israel, para que fueran con ellos a Jerusalén. Cuando llegaron, todos los que habían reunido hicieron un pacto con Joás en el templo de Dios. Joidá les dijo: ¡Miren, este es el hijo de Ocozías, nuestro antiguo rey! Como Dios le prometió a David que sus descendientes serían reyes, él es quien debe reinar ahora.

Por eso quiero que tres grupos de sacerdotes y sus ayudantes hagan guardia el sábado: Un grupo vigilará las entradas del templo, otro cuidará el palacio, y el otro vigilará la entrada de los cimientos. El resto de ustedes estará en los patios del templo de Dios.

Solamente los sacerdotes y sus ayudantes entrarán al templo, pues ellos se han preparado para hacerlo. Todos los demás vigilarán afuera, pues así lo ha ordenado Dios.
Los ayudantes de los sacerdotes serán guardaespaldas del rey Joás; cada uno deberá tener sus armas en la mano, listo para matar a cualquiera que trate de entrar en el palacio. Deben proteger al rey en todo momento y en cualquier lugar a donde él vaya.

Los ayudantes de los sacerdotes y toda la gente de Judá hicieron lo que les ordenó el sacerdote Joiadá. Y como él no dejó que volvieran a sus casas los que terminaban su turno, los capitanes tenían a su disposición a todos sus hombres, estuvieran o no de guardia el sábado. Luego el sacerdote les dio a los capitanes las lanzas y los escudos grandes y pequeños, que habían sido del rey David y que estaban en el templo.

Desde la parte sur hasta la parte norte del templo, y alrededor del altar, todo el ejército, armas en mano, protegía al rey.
Entonces Joiadá sacó a Joás, le puso la corona y le dio un documento con instrucciones para gobernar. Después, Joiadá y sus hijos derramaron aceite sobre su cabeza y así lo nombraron rey. Todos gritaron: ¡Viva el rey!

Cuando Atalía escuchó que la gente hacía mucho alboroto y aclamaba al rey, fue al templo. Allí vio a Joás de pie, junto a la columna de la entrada. A su lado estaban los capitanes y los músicos; la gente, llena de alegría, tocaba las trompetas, y los cantores, con sus instrumentos musicales, dirigían al pueblo, que también tocaba trompetas con gran alegría. Entonces Atalía rompió su ropa y gritó: ¡Traición! ¡Traición!

El sacerdote Joiadá les ordenó a los capitanes del ejército: ¡No la maten en el templo! ¡Mátenla afuera, y también a cualquiera que la defienda! Así que luego de tomarla presa, la sacaron por el portón del establo, la llevaron al palacio y allí la mataron.

Después Joiadá les pidió al rey y al pueblo que se apoyaran mutuamente. También les pidió que se mantuvieran fieles a Dios. Entonces todos fueron al templo de Baal y lo derribaron, y destruyeron los altares y los ídolos. En  cuanto el sacerdote de Baal, que se llamaba Matán, lo mataron frente a los altares.

Joiadá puso soldados bajo las órdenes de los sacerdotes y sus ayudantes, para que vigilaran el templo de Dios. Tiempo atrás, David había organizado a los sacerdotes y a sus ayudantes para que, siguiendo las instrucciones de Moisés, presentaran ofrendas en honor de Dios entre cantos de alegría.

Además, Joiadá puso vigilantes en las entradas del templo de Dios, para que sólo dejaran entrar a quien se hubiera preparado debidamente. Luego, reunió a los capitanes, a la gente importante, a los gobernadores y al resto del pueblo, y entre todos llevaron al rey desde el templo hasta el palacio, entrando por el portón superior. Allí lo sentaron sobre el trono, y todo el pueblo hizo fiesta.
Después de la muerte de Atalía, la ciudad vivió tranquila.

Joás tenía siete años cuando comenzó a gobernar. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró cuarenta años. Su madre era de Beerseba, y se llamaba Sibiá. Mientras vivió el sacerdote Joiadía eligió para él, y tuvo muchos hijos e hijas.

Un día, Joás decidió reparar el templo de Dios, reunió a los sacerdotes y a los ayudantes de estos y les dijo: Es urgente que vayan por todas las ciudades de Judá y recojan las ofrendas que el pueblo debe dar cada año, para así reparar el templo. ¡Háganlo de inmediato!

Sin embargo, los ayudantes de los sacerdotes no le dieron importante a la orden del rey. Entonces Joás mandó llamar a Joiadá, jefe de los sacerdotes, y les reclamó.
¿Por qué nos has enviado a tus ayudantes a recorrer Judá y Jerusalén, para que recolecten la contribución que Moisés y los israelitas acordaron dar para el templo? Recuerda que los hijos de la malvada Atalía robaron muchas cosas del templo de Dios, y que hasta se llevaron nuestros utensilios para adorar a sus dioses falsos.

Entonces, el rey mandó hacer un cofre para que lo pusieran en la entrada del templo de Dios. Luego le anunció a toda la gente de Judá y Jerusalén que debían traerle a Dios la contribución que Moisés había ordenado cuando estaban en el desierto.

Al oír esto, todos los jefes del país, y el pueblo en general, se alegraron y llevaron sus ofrendas al cofre hasta llenarlo. Cada día, los ayudantes de los sacerdotes llevaban el cofre de los asistentes del rey. Cuando estos veían que había mucho dinero, le avisaban al secretario del rey y al asistente del jefe de los sacerdotes para que lo vaciaran. Luego, volvían a colocar el cofre a la entrada del templo, de esa manera, lograron juntar una gran cantidad de dinero.

El rey y Joiadá le daban el dinero a los encargados de las reparaciones del templo, y estos les pagaban a los albañiles y carpinteros, y a los que trabajaban el hierro y el bronce para reparar el templo de Dios. De esta manera, todos trabajaron, y la obra avanzó, hasta que repararon por completo el templo de Dios.

Cuando terminaron, le regresaron al rey y a Joiadá el dinero que había sobrado. Con él hicieron utensilios de oro y plata para usarlos en el culto del templo. Y así, mientras Joiadá vivió, se presentaron en el templo sacrificios en honor de Dios.

Pero Joiadá envejeció, y al llegar a los ciento treinta años de edad, murió. Y como le había servido bien al pueblo de Israel, a Dios y a su templo, lo sepultaron en la Ciudad de David, en el cementerio de los reyes.

Después de la muerte de Joiadá, los jefes de Judá fueron a rendirle homenaje al rey. Ellos empezaron a darle malos consejos, y muy pronto el rey y ellos se olvidaron del templo de Dios, y volvieron a adorar las imágenes de Astarté y otros dioses falsos. Esto hizo que Dios se enojara mucho contra Judá y Jerusalén.

Sin embargo, Dios les dio una oportunidad y les envió profetas. Ellos les advirtieron del mal que estaban haciendo, para que volvieran a obedecer a Dios. Pero nadie hizo caso.
Entonces el espíritu de Dios le dio un  mensaje a Zacaría, hijo del sacerdote Joiadá. El fue, se subió a una tarima, y le dijo al pueblo: Así dice Dios: ¡Ustedes se han buscado su propia ruina, por haber desobedecido mi ley! ¡Por haberme abandonado, ahora yo los abandono a ustedes!

El rey Joás se olvidó del amor que Joiadá siempre le tuvo, y cuando el pueblo quiso deshacerse de Zacaría, él mismo dio la orden de que lo mataran en el patio del templo de Dios.
Cuando Zacarías estaba a punto de morir, sijo: ¡Que Dios los castigue por hacerme esto!
Y así sucedió. Un año después, Dios castigó a Joás al permitir que una pequeña parte del ejército sirio derrotara a su gran ejército. Los sirios invadieron Judá y Jerusalén, mataron a todos los jefes del país, y después de robar las pertenencias del pueblo, las enviaron al rey de Siria. A Joás lo dejaron gravemente herido; y en cuanto los sirios se retiraron, sus ayudantes, Zabad el amonita y Jozabad el moabita, se vengaron del asesinato de Zacarías y mataron a Joás en su propia cama. Luego lo enterraron en la Ciudad de David, pero no en el cementerio de los reyes.

La historia de los hijos de Joás, las muchas profecías que se dijeron contra él, y la manera en que reparó el templo de Dios, están escritas en el Comentario del Libro de los reyes. Amasías, su hijo reinó en su lugar.

Aquí puedes darte cuenta que es esencial que el hombre busque a Dios y El ayudará al hombre a amar la justicia y hacer el bien  pues el Espíritu de Dios vive en cada persona que obedece todo lo que Dios ha ordenado.

Por tanto, el hombre regenerado y sincero pone su confianza en Dios y entonces todo lo que el hombre haga le saldrá bien, además de gozar de tranquilidad, pero es necesario que el hombre honre a Dios con su conducta y que alabe y de gracias a Dios en todo momento, que lo adore en espíritu y verdad para que el hombre esté en comunión con Dios.

Así pues, es fundamental que el hombre reconozca a Dios, se mantenga fiel a Dios, y respete sus mandamientos,  cuide su cuerpo pues es templo del Espíritu Santo, por lo que debe vivir apartado del pecado y entonces el Espíritu de Dios permanecerá en su ser interior.


Con Alta Estima,

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