Amasías tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar. La
capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró veintinueve años. Su madre
era de Jerusalén y se llamaba Joadán. Amasías
obedeció a Dios, aunque no lo hizo con sinceridad.
Cuando Amasías llegó a ser un rey muy poderoso, mató a todos
los que habían asesinado a su padre. Pero no mató a los hijos de los asesinos,
sino que obedeció la ley de Moisés que dice: Los padres no deben morir por
culpa de sus hijos, ni los hijos deben morir por culpa de sus padres. Cada
persona debe morir por su propio pecado.
Amasías planeaba atacar a los habitantes de Edom, por lo que
mandó llamar a todos los hombres mayores de veinte años que pertenecían a las
tribus de Judá y de Benjamín. Los organizó de acuerdo a sus familias, y los
puso bajo las órdenes de los jefes del ejército. Eligió un total de trescientos
mil de los mejores soldados, muy hábiles en el uso de lanzas y escudos. Además,
contrató a cien mil valientes soldados del reino de Israel, que pertenecían a
la tribu de Efraín, y les pagó tres mil trescientos kilos de plata.
Sin embargo, un profeta le trajo este mensaje al rey: Dios
no te ayudará si usas a esos soldados de Israel. Dios es el que concede la
victoria o castiga con la derrota; si tú
insistes en reforzar tu ejército con la ayuda de ellos, Dios hará que
tus enemigos te derroten.
Pero Amasías le respondió: Si les pido que se vayan, no
recuperaré los tres mil trescientos kilos de plata que les di. El profeta le
aseguró: Dios te dará mucho más que eso.
Entonces Amasías mandó de regreso a los soldados de la tribu
de Efraín. Ellos se enojaron muchísimo,
y en su camino de regreso invadieron las ciudades de Judá, desde Samaria hasta
Bet-horón; mataron como a tres mil personas, y se llevaron todas sus pertenencias.
Luego regresaron a sus casas.
Mientras tanto, Amasías se llenó de valor, y acompañado de
su ejército fue al Valle de la Sal y mató a diez mil hombres deEdom. A otros
diez mil se los llevaron presos a la cima de una roca alta, y desde allí los echaron
abajo. Todos murieron estrellados contra el suelo. Luego Amasías regresó a
Jerusalén, y como se llevó consigo varias imágenes de dioses falsos, comenzó a
adorarlos y a quemar incienso en su honor.
Dios se enojó mucho con Amasías, y envió un profeta con este
mensaje para él: ¿Cómo es posible que ahora adores a dioses que no pudieron
vencerte a ti cuando atacaste al pueblo que los adoraba? Todavía estaba
hablando el profeta, cuando el rey lo interrumpió diciendo: ¡No necesito de tus
consejos! ¡Cállate o te mueres!
Por último, el profeta le dijo: A pesar de lo que has hecho,
no quieres escucharme. No hay duda de que Dios te ha abandonado, y de que va a
destruirte. Después de consultar a sus consejeros, Amasías le envió un mensaje
a Joás, rey de Israel, en el que le declaraba la guerra. Joás le contestó a
Amasías: Una vez un pequeño arbusto le mandó a decir a un gran árbol: Dale tu
hija a mi hijo, para que sea su esposa. Pero una fiera del Líbano pasó y
aplastó al arbusto. No hay duda de que has vencido a Edom, y eso hace que te
sientas orgulloso. Mejor alégrate en tu triunfo y quédate tranquilo en tu casa.
No provoques un desastre, ni para ti ni para Judá.
Amasías no le hizo caso a Joás, y como había adorado a los
dioses de Edom, Dios decidió castigarlo y permitió que sus enemigos lo
derrotaran.
El rey Joás no tuvo más remedio que enfrentarse a Amasías en
Bet-semes, que está en el territorio de Judá, y los soldados de Joás derrotaron
a los de Amasías, quienes huyeron a sus casas.
Luego de capturar a Amasías, Joás fue a Jerusalén, y allí
derribó ciento ochenta metros de la muralla de la ciudad, desde el Portón de
Efraín hasta el Portón de la Esquina. Se apoderó de todo el oro, la plata y los
objetos que había en el templo de Dios bajo el cuidado de Obed-edom, y también se
adueñó de los tesoros del palacio. Tomó luego varios prisioneros y regresó a
Samaria.
Amasías, rey de Judá, vivió quince años más que Joás, rey de
Israel. Todo lo que hizo Amasías está escrito en el libro de la historia de los
reyes de Judá.
Algunos hombres planearon matar a Amasías en la ciudad de
Jerusalén, porque él se había olvidado de Dios. Entonces Amasías escapó a la
ciudad de Laquis, pero lo persiguieron, y allí lo mataron. Su cuerpo fue
cargado sobre un caballo y llevado a Jerusalén, la Ciudad de David, donde lo
sepultaron en la tumba de sus antepasados.
Después de la muerte de Amasías, su hijo Ozías, a quien
también llamaban Azarías, fue nombrado rey por todo el pueblo de Judá. Ozías
tenía sólo dieciséis años cuando comenzó a gobernar. La capital de su reino fue
Jerusalén, y su reinado duró cincuenta y dos años. Su madre era de Jerusalén, y
se llamaba Jecolías.
Ocozías reconstruyó la ciudad de Elat y la volvió a hacer
parte de Judá. El obedeció a Dios en todo, al igual que su padre Amasías. El
profeta Zacarías le enseñó a Ozías a respetar y amar a Dios; mientras el
profeta vivió, Ozías obedeció a Dios, y por eso Dios lo hizo prosperar.
Ozías se declaró en guerra contra los filisteos, y derribó
las murallas de las ciudades de Gat, Jabnia y Asdod. En la ciudad de Asdod, así
como en otras partes del territorio filisteo, Ozías construyó ciudades para su
pueblo.
Dios no sólo ayudó a Ozías a derrotar a los filisteos;
también lo ayudó a vencer a los árabes que vivían en Gur-baal, y también a los
meunitas. ¡Hasta los amonitas le pagaban impuestos a Ozías!
Ozías llegó a ser muy poderoso, y su fama llegó hasta las
fronteras de Egipto. Fortaleció la ciudad de Jerusalén y construyó varias
torres: una sobre el Portón de la Esquina, otra sobre el Portón del Valle, y
una más sobre la Esquina. Además, cavó muchos pozos y construyó torres en el
desierto, pues tenía mucho ganado, tanto en el desierto como en la llanura.
A Ozías le gustaba mucho cultivar la tierra; por eso tenía
muchos campesinos que cultivaban los campos y viñedos, tanto en la región
montañosa como en sus huertas.
El ejército de Ozías era muy poderoso, pues tenía un gran
número de soldados, estaba bien organizado y tenía las mejores armas. El
comandante Hananías les ordenó al secretario Jehiel y al asistente Maasías que
hicieran una lista de los soldados. Según esa lista, el ejército estaba
organizado en varios grupos militares, y contaba con dos mil seiscientos jefes
de familias al mando de trescientos, siete mil quinientos soldados poderosos y
valientes. Todos ellos estaban armados con escudos, lanzas, cascos, armaduras,
arcos y hondas que Ozías mandó hacer.
Además, Ozías les ordenó a los hombres más inteligentes de
su reino construir máquinas que pudieran disparar flechas y piedras grandes.
Ellos las construyeron y las colocaron en las torres y en las esquinas de la
muralla de Jerusalén. Dios hizo tan poderoso a Ozías que su fama se extendió
por todas partes.
Ozías llegó a tener tanta fama y poder que se volvió
orgulloso, y fue precisamente su orgullo lo que causó que un día entró en el
templo y quiso quemar incienso en el altar, lo cual Dios permitía sólo a los
sacerdotes. Pero entonces entró el sacerdote Azarías, junto con ochenta
sacerdotes más, y con mucho valor se le enfrentaron al rey y le dijeron:
Solamente nosotros los sacerdotes podemos quemar el
incienso, pues somos descendientes de Aaron y para eso nos eligió Dios. Usted
no puede hacerlo, aunque sea el rey, así que ¡salga de inmediato!, pues ha
ofendido a Dios, y él lo humillará.
Ozías estaba de pie, junto al altar, y a punto de quemar el
incienso. Al oír a los sacerdotes, se enojó contra ellos, pero de inmediato, y
ante la mirada de todos, su frente se llenó de lepra. Entonces los sacerdotes
lo sacaron rápidamente del templo, y hasta el mismo rey se apresuró a salir,
pues sabía que Dios lo había castigado.
Hasta el día de su muerte, el rey Ozías fue un leproso, y
por eso tuvo que vivir en un cuarto separado del palacio. Ni siquiera podía ir
al templo de Dios. Por eso su hijo Jotam se encargó de gobernar al pueblo.
Todas la historia de Ozías está escrita en el libro del profeta
Isaías hijo de Amós. Cuando Ozías murió, lo enterraron en la tumba de sus
antepasados, cerca del cementerio de los reyes, pero no fue enterrado en la
tumba de los reyes porque había muerto de lepra. Luego Jotam, su hijo, reinó en
su lugar.
Jotam tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar sobre
Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis años.
Su madre se llamaba Jerusá, hija de Sadoc. Jotam obedeció a Dios en todo, y
aunque siguió el ejemplo de su padre Ozías, no se atrevió nunca a quemar
incienso en el templo. Sin embargo, permitió que la gente siguiera adorando a
dioses falsos.
Jotam hizo construir el portón superior del templo de Dios y
se dedicó a la construcción de la muralla del monte Ofel. Además, construyó ciudades en la zona
montañosa de Judá, y torres y fortalezas en los bosques. Derrotó en batalla al
rey de los amonitas y durante tres años seguidos los amonitas le pagaron un
impuesto anual de tres mil trescientos kilos de plata, mil toneladas de trigo y
mil toneladas de cebada. Y como Jotam se comportó como a Dios le agrada, llegó
a ser muy poderoso.
La historia de Jotam y de sus batallas, y la manera en que
vivió, está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de
Judá.
Jotam tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar sobre
Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis años.
Cuando Jotam murió, lo enterraron en la Ciudad de David; Ahaz, su hijo, reinó
en su lugar.
Ahaz tenía veinte años de edad cuando comenzó a gobernar
sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis
años. Pero Ahaz no obedeció a Dios, como si lo había hecho el rey David. Al
Contrario, Ahaz siguió el mal ejemplo de los reyes de Israel, pues hizo
imágenes de dioses falsos, y en su honor quemó incienso en el valle de
Ben-hinom, ¡Incluso quemó a sus hijos y los ofreció en sacrificio! Esa era la
vergonzosa costumbre de los países que Dios había echado lejos de los
israelitas.
Ahaz mismo ofrecía sacrificios y quemaba incienso tanto en
las colinas como debajo de los árboles en donde se adoraba a los dioses falsos.
Por esta terrible desobediencia, Dios permitió que el rey de Siria conquistara
Judá y se llevara muchos prisioneros a Damasco. También Dios dejó que el rey de
Israel los derrotara y matara a mucha gente. En un solo día, Pécah hijo de
Remalías mató a ciento veinte mil hombres valientes de Judá. Un soldado de la
tribu de Efraín, que se llamaba Zicrí, mató a Maaseías, el hijo del rey.
También mató a Azricam, que era el jefe del palacio, y a Elcaná, que era el
asistente del rey con mayor autoridad en el reino.
Contando a las mujeres y a los niños, los soldados de Israel
se llevaron prisioneras a doscientas mil personas de Judá; además, les quitaron
muchísimas cosas y se las llevaron a Samaria. Cuando el ejército de Israel
estaba a punto de entrar en Samaria, un profeta de Dios llamado Oded, le salió
al frente y dijo: El Dios de sus antepasados está muy enojado contra los de
Judá, y por eso ustedes han podido conquistarlos. Sin embargo, han sido tan
crueles y violentos con ellos, que ahora Dios les va a pedir cuentas a ustedes.
¿Les parece poco lo que han hecho, que todavía quieren hacer que la gente de
Judá y de Jerusalén sean sus esclavos y esclavas? ¿No les parece que ya han
pecado bastante contra su Dios? ¡Escúchenme! Estos prisioneros son sus
parientes, ¡déjenlos libres, antes de que Dios los castigue a ustedes!
Azarías hijo de Johanatán, Berequías hijo de Mesilemot,
Ezequías hijo de Salum y Amasá hijo de Hadlai, eran los jefes de la tribu de
Efraín. Al oír al profeta Obed, se volvieron a los soldados y les dijeron: No
permitiremos que metan a estos prisioneros en la ciudad; lo que ustedes quieren
hacer aumentará nuestras faltas ante Dios, que ya de por sí son muchas, y Dios
nos castigará duramente.
Entonces los soldados reaccionaron, y delante de aquellos
cuatro jefes y de todo el pueblo reunido, dejaron libres a los prisioneros y
devolvieron todo lo que había tomado. Luego los cuatro jefes se encargaron de
atender a los prisioneros. Tomaron la ropa y las sandalias, y se las
devolvieron a los prisioneros que estaban desnudos. Todos recibieron ropa,
comida y bebida, y algunos fueron curados de sus heridas con aceite.
Finalmente, montaron en burros a todos los que no podían caminar, y los
llevaron a Jericó, donde los entregaron a sus parientes. Después de eso
regresaron a Samaria.
Ahaz siguió desobedeciendo a Dios, y dejó que la maldad
creciera en Judá, y permitió que otra vez los edomitas los derrotaran y se
llevaran a muchos prisioneros.
También dejó que los filisteos los atacaran, y que se
apoderaran de las ciudades de Bet-semes, Aialón y Guederot, y también las
ciudades de Socó, Timná y Guimzó, junto con los pueblos que las rodeaban.
Entonces Ahaz le pidió ayuda a Tiglat-piléser, que era el
rey de Asiria. Incluso le envió como regalo todos los objetos de valor que
encontró en el templo de Dios, en su palacio y en las casas de los principales
jefes del pueblo. Sin embargo, el rey de Asiria, lejos de apoyarlo, también lo
atacó y lo puso en una situación aún más difícil.
A pesar de haber sufrido tanto, el rey Ahaz fue aún más
desobediente. Llegó al extremo de presentarle sacrificios a los dioses falsos
de Damasco, pues pensaba que si esos dioses habían ayudado a los reyes de Siria
a vencerlo, también lo ayudarían a él si los adoraba. Pero eso, en vez de
ayudarlo, provocó su ruina y la de todo el reino.
Dios se enojó muchísimo con Ahaz, porque había destrozado
los utensilios del templo de Dios, y había mandado a cerrar las puertas del
templo. También había construido altares en todas las esquinas de Jerusalén y
en las colinas de Judá, para adorar a dioses falsos.
Toda la historia de Ahaz, lo que hizo y la manera en que
vivió, está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de
Judá. Cuando Ahaz murió, lo enterraron en Jerusalén, la Ciudad de David, junto
a la tumba de sus antepasados, pero no lo quisieron poner en el cementerio de
los reyes de Israel.
Ezequías, su hijo, reinó en su lugar.
Ezequías tenía veinticinco años de edad cuando comenzó a
gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró
veintinueve años. Su madre se llamaba Abí, era hija de Zacarías.
Ezequías obedeció a Dios, tal como lo había hecho el rey
David. En el mes de Abid, del primer año de su reinado, Ezequías ordenó que las
puertas del templo se abrieran y fueran reparadas. Después reunió a los
sacerdotes y a sus ayudantes en el patio que estaba al este del templo, y les
dijo: Escúchenme con atención: Es urgente que ustedes se preparen para honrar
al Dios de sus antepasados y que preparen también su templo. Saquen de allí
todo lo que a Dios no le agrada.
Nuestros antepasados dejaron de adorar a Dios y abandonaron
su templo. Desobedecieron a nuestro Dios, pues cerraron las puertas de su
templo y dejaron de adorarlo, apagaron las lámparas, dejaron de quemar incienso
y no volvieron a presentar ofrendas en su honor.
Por eso Dios castigó a los habitantes de Judá y Jerusalén.
Fue tan terrible el castigo, que no salíamos de nuestro asombro. Nuestros
padres murieron en batalla, y nuestros enemigos se llevaron prisioneros a
nuestros hijos, hijas y esposas.
Pero si hacemos un pacto con nuestro Dios, podremos volver a
agradarle. Dios los ha elegido a ustedes para que estén siempre a su servicio,
y para que lo adoren. Por eso ahora les pido, amigos míos, que no sean
perezosos y cumplan con su deber.
Esta es la lista de los ayudantes de los sacerdotes que
respondieron al llamado del rey:
De los descendientes que Quehat: Máhat hijo de Amasai, Joel
hijo de Azarías.
De los descendientes de Merarí: Joah hijo de Zimá, Edén hijo
de Joah.
De los descendientes de Elisafán: Simrí, Jehiel.
De los descendientes de Asaí: Zacarías, Matanías.
De los descendientes de Hernán: Jehiel, Simí.
De los descendientes de Jedutún: Semaías, Uziel.
El día primero, del mes de Abib, todos ellos obedecieron al
rey, siguiendo las instrucciones de la ley de Dios. De inmediato reunieron a
sus parientes, y todos se prepararon
para adorar a Dios. Luego los sacerdotes entraron en el templo para
prepararlo. Encontraron muchos objetos que no agradaban a Dios, y los sacaron
al patio del templo para que los ayudantes los tiraran al arroyo llamado
Cedrón.
Tardaron ocho días en preparar la parte de afuera del
templo, y otros ocho, para preparar el interior. El día dieciséis del mes de
Abid terminaron de hacer todo esto. Luego fueron al palacio del rey Ezequías, y
le dijeron: Ya terminamos de purificar el templo, incluyendo el altar de los
sacrificios, la mesa de los panes y todos los utensilios. También hemos
preparado y colocado ante el altar todos los utensilios que desechó el rey Ahaz
cuando desobedeció a Dios.
Al día siguiente, muy temprano, el rey Ezequías reunió a los
jefes más importantes de la ciudad y se fue con ellos al templo de Dios. Llevaron
como ofrendas siete toros, siete carneros y siete corderos. También llevaron
siete cabritos para pedir perdón a Dios por los pecados de la familia del rey,
por los pecados del pueblo de Judá, y para hacer del templo un lugar aceptable
para Dios.
El rey entregó los animales a los sacerdotes descendientes
de Aarón, para que los sacrificaran sobre el altar de Dios. Y así lo hicieron
los sacerdotes. Luego, con la sangre de los animales rociaron el altar. Como el
rey les había ordenado que presentaran la ofrenda para el perdón del pecado de
todo el pueblo, los sacerdotes tomaron los cabritos y le pidieron al rey a los
que estaban reunidos con él, que pusieran las manos sobre los animales.
Entonces los sacerdotes mataron a los cabritos y derramaron su sangre sobre el
altar.
Mucho tiempo atrás, Dios les había indicado a David y a los
profetas Gad y Natán, que los ayudantes de los sacerdotes debían adorarle con
música. Entonces Ezequías les ordenó que se pusieran de pie en el templo de
Dios, mientras que los sacerdotes tocaban las trompetas.
Por eso, en cuanto Ezequías dio la orden de que los
sacerdotes empezaran a presentar los sacrificios, sus ayudantes comenzaron a
tocar los platillos y las arpas, y otros instrumentos de cuerdas. Mientras
terminaban de presentar los sacrificios, el pueblo adoraba a Dios de rodillas,
el coro cantaba y los demás sacerdotes tocaban las trompetas.
Al terminar, el rey y todos los que estaban con él también
se arrodillaron y adoraron a Dios. Entonces Ezequías y los principales jefes
del pueblo ordenaron a los ayudantes de los sacerdotes que le cantaran a Dios
los salmos de David y del profeta Asaf. Ellos obedecieron y cantaron con mucha
alegría, y al final también se arrodillaron y adoraron a Dios.
Después de esto, Ezequías animó a la gente para que también
llevaran al templo de Dios sacrificios y ofrendas de gratitud, como señal de
que se habían comprometido a obedecer a Dios. Y todo el pueblo le llevó a Dios,
con toda sinceridad, sacrificios y ofrendas de gratitud. Esta fue la cantidad
de animales que presentaron para honrar a Dios: setenta toros, cien carneros y
doscientos corderos. Además, presentaron como ofrenda un total de seiscientas reses
y tres mil ovejas, para pedirle a Dios su bendición.
Cuando Ezequías les ordenó a los ayudantes de los sacerdotes
que prepararan para adorar a Dios, ellos lo hicieron de inmediato; pero lo
sacerdotes no lo hicieron así. Por eso, y como no había suficientes sacerdotes
para ofrecer los sacrificios, sus ayudantes, que eran de la misma tribu,
tuvieron que ayudarlos.
Así fue como se volvió a rendir culto a Dios en el templo. Y
como Dios los había ayudado para que hicieran todo esto rápidamente. Ezequías y
todo el pueblo se llenaron de alegría.
La fiesta de la Pascua no pudo celebrarse en el primer mes
del año, como Dios lo había ordenado, porque no se habían preparado todos los
sacerdotes que se necesitaban para ofrecer los sacrificios.
Entonces el rey Ezequías consultó a los jefes más
importantes y a toda la gente de Jerusalén, para ver si les parecía bien
celebrar la Pascua en el mes de Ziv de ese año. Y todos estuvieron de acuerdo.
Además Ezequías mandó una invitación escrita a todos los
israelitas, es decir, a los de Judá y a los de Israel, y también a los de la
tribu de Efraín, y de Manasés. Y así, todo israelita quedó invitado para
celebrar la Pascua en el templo de Dios en Jerusalén.
Los mensajeros fueron entonces por todo el territorio
llevando el siguiente mensaje escrito, de parte del rey y de los jefes más
importantes: Israelitas, sólo ustedes han quedado con vida después del ataque
de los reyes de Asiria. Dejan de comportarse con la misma maldad de sus antepasados.
¡Ya es tiempo de que vuelvan a obedecer a Dios!
Vuelvan a hacer un pacto con el Dios de Abraham, de Isaac y
de Jacob; vengan al templo que él mismo eligió para vivir allí por siempre, y
adórenlo.
Si lo hacen, Dios dejará de estar enojado con ustedes, y
volverá a aceptarlos. No sean tercos como sus antepasados, que por ser infieles
a Dios fueron castigados con la derrota ante sus enemigos. Ustedes saben que
digo la verdad.
Si ustedes vuelven a obedecer a Dios, él hará que sus
enemigos dejen en libertad a los israelitas que fueron llevados prisioneros.
Nuestro Dios es bueno y muy amoroso; si lo buscan no los rechazará.
Al oír este mensaje, la mayoría de la gente se reía y se
burlaba de los mensajeros, aunque hubo algunos de las tribus de Aser, Manasés y
Zabulón que se arrepintieron y fueron a Jerusalén. Además, Dios hizo que la
gente de Judá sintiera el deseo de obedecer la orden que Dios mismo les había
dado por medio del rey y de los principales jefes.
Así fue como, en el mes de Ziv, se reunió en Jerusalén una
gran cantidad de israelitas para celebrar la fiesta de los panes sin levadura.
Lo primero que hicieron fue quitar todos los altares, y los lugares para quemar
incienso a los falsos dioses que adoraban en Jerusalén, y tirarlos en el arroyo
Cedrón.
El día catorce del mes de Ziv empezó la celebración de la Pascua. Como
muchos no habían cumplido con la ceremonia de preparación, no pudieron matar el
cordero de la Pascua y dedicárselo a Dios. Por eso, los ayudantes de los sacerdotes
tuvieron que hacerlo en representación de toda esa gente.
Muchos de los sacerdotes y sus ayudantes se sintieron
avergonzados por no haberse preparado para la Pascua, y entonces fueron y lo
hicieron de inmediato, y presentaron en el templo de Dios las ofrendas
indicadas. Luego de esto pudieron hacer su trabajo, siguiendo las instrucciones
de la ley de Moisés. Los ayudantes de los sacerdotes sacrificaban los corderos,
les pasaban la sangre a los sacerdotes, y estos la derramaban sobre el altar.
Muchos de los que pertenecían a las tribus de Efraín, de
Manasés, de Isacar y de Zabulón no se habían preparado para la Pascua, pero de
todos modos participaron de la comida de la fiesta. Entonces Ezequías le pidió
a Dios que los perdonara. Le dijo: Dios, tú eres bueno, y por eso te pido que
perdones a todos estos, que no han cumplido con la ceremonia de preparación;
ellos han venido a adorarte con toda sinceridad, porque saben que tú eres el
Dios de sus antepasados.
Dios escuchó la oración de Ezequías y perdonó a esa gente. Y
por siete días, en un ambiente de mucha alegría, todos en Jerusalén celebraron
la fiesta de los panes sin levadura. Cada día participaban de la comida,
presentaban ofrendas para pedir el perdón de sus pecados, y le daban gracias a
Dios. Por su parte, los sacerdotes y sus ayudantes alababan a Dios acompañados
por sus instrumentos musicales.
Al ver esto, Ezequías felicitó a todos los ayudantes de los
sacerdotes por la manera en que habían adorado a Dios. Y a toda la gente que se
había reunido, Ezequías le regaló mil toros y siete mil ovejas, lo mismo
hicieron los principales jefes; le regalaron al pueblo mil toros y diez mil
ovejas.
Muchísimos sacerdotes hicieron la ceremonia de preparación
para servir a Dios. Era tanta la alegría de todos los que se habían reunido,
que decidieron seguir celebrando la fiesta otros siete días. Todos estaban
llenos de felicidad: la gente de Judá, los sacerdotes, sus ayudantes, la gente
de Israel, y los extranjeros que venían del territorio de Israel y de Judá.
Desde los días del rey Salomón hijo de David, no se había
celebrado en Jerusalén una fiesta tan llena de alegría. Los sacerdotes y sus
ayudantes se pusieron de pie, y le pidieron a Dios que bendijera a su pueblo.
Dios escuchó su petición desde su casa en el cielo, y bendijo al pueblo.
Aquí puedes darte cuenta que es importante que el hombre que
acepta a Nuestro Señor Jesucristo en su
vida, debe ser obediente de forma fehaciente a Dios, y sobre todo adorar a Dios
con sinceridad.
No obstante, es necesario que el hombre aprenda a ser
humilde y reconozca el poder de Dios y se mantenga con una actitud dispuesta a
obedecer a Dios, que no se olvide de estar atento en cumplir las leyes que Dios
ha determinado para todo aquel que ama a Dios pues la desobediencia Dios la
castiga.
Asimismo, es esencial que el hombre se mantenga firme en lo
que cree y obedezca los mandatos de Dios, completamente, no a medias, sino con
la firmeza de obedecerlos cabalmente.
Ahora bien, cuando el hombre cae en soberbia cae en
rebelión, pues se enorgullece tanto de sí mismo y se aparta de Dios y entonces
el hombre hace planes para sus logros personales y vuelve a ser derrotado en
todo plan que se propone alcanzar pues El hombre que vive bajo sus propias
fuerzas no puede vencer los obstáculos pues esta rebelión va contra la verdad,
por la que nuestro Señor Jesucristo sufrió y redimió al hombre, y esta ultranza
del hombre engreído, termina en su autodestrucción.
Así pues, es de prioridad que el hombre cambie su manera de
vivir, que sea humilde y se arrepienta, que esté dispuesto a abrir las puertas
de su corazón a Dios, que el hombre renueve su mente y sea consciente y haga un
compromiso de cambio verdadero.
Por tanto, el tiempo apremia y es ¡urgente! que el hombre se
levante y que se vuelva a Dios, que cumpla los mandatos que Dios ha establecido
para que el hombre ordene su vida, que deje de tener tantas cargas y afanes que
no agradan a Dios y que no le permiten avanzar en su crecimiento espiritual,
pero sabes, es importante que el hombre se bautice y que sea consciente de su
nueva condición, que ha sido purificado de sus pecados y que de ahora en
adelante, el hombre está preparado para que en su ser interior habite el Espíritu
de Dios.
Así, el hombre que se mantiene fiel a Dios, lo alaba con
música, lo honra con su conducta y le muestra honra y gratitud, y Dios reina
por siempre en ese hombre renovado pues Dios es bueno y muy amoroso y Dios
nunca lo rechazará.
Con Alta Estima,
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