jueves, 10 de septiembre de 2015

Nuestro Dios es bueno y muy amoroso; si lo buscan no los rechazará.

Amasías tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró veintinueve años. Su madre era de Jerusalén y se llamaba Joadán.  Amasías obedeció a Dios, aunque no lo hizo con sinceridad.

Cuando Amasías llegó a ser un rey muy poderoso, mató a todos los que habían asesinado a su padre. Pero no mató a los hijos de los asesinos, sino que obedeció la ley de Moisés que dice: Los padres no deben morir por culpa de sus hijos, ni los hijos deben morir por culpa de sus padres. Cada persona debe morir por su propio pecado.

Amasías planeaba atacar a los habitantes de Edom, por lo que mandó llamar a todos los hombres mayores de veinte años que pertenecían a las tribus de Judá y de Benjamín. Los organizó de acuerdo a sus familias, y los puso bajo las órdenes de los jefes del ejército. Eligió un total de trescientos mil de los mejores soldados, muy hábiles en el uso de lanzas y escudos. Además, contrató a cien mil valientes soldados del reino de Israel, que pertenecían a la tribu de Efraín, y les pagó tres mil trescientos kilos de plata.

Sin embargo, un profeta le trajo este mensaje al rey: Dios no te ayudará si usas a esos soldados de Israel. Dios es el que concede la victoria o castiga con la derrota; si tú  insistes en reforzar tu ejército con la ayuda de ellos, Dios hará que tus enemigos te derroten.

Pero Amasías le respondió: Si les pido que se vayan, no recuperaré los tres mil trescientos kilos de plata que les di. El profeta le aseguró: Dios te dará mucho más que eso.
Entonces Amasías mandó de regreso a los soldados de la tribu de Efraín.  Ellos se enojaron muchísimo, y en su camino de regreso invadieron las ciudades de Judá, desde Samaria hasta Bet-horón; mataron como a tres mil personas, y se llevaron todas sus pertenencias. Luego regresaron a sus casas.

Mientras tanto, Amasías se llenó de valor, y acompañado de su ejército fue al Valle de la Sal y mató a diez mil hombres deEdom. A otros diez mil se los llevaron presos a la cima de una roca alta, y desde allí los echaron abajo. Todos murieron estrellados contra el suelo. Luego Amasías regresó a Jerusalén, y como se llevó consigo varias imágenes de dioses falsos, comenzó a adorarlos y a quemar incienso en su honor.

Dios se enojó mucho con Amasías, y envió un profeta con este mensaje para él: ¿Cómo es posible que ahora adores a dioses que no pudieron vencerte a ti cuando atacaste al pueblo que los adoraba? Todavía estaba hablando el profeta, cuando el rey lo interrumpió diciendo: ¡No necesito de tus consejos! ¡Cállate o te mueres!

Por último, el profeta le dijo: A pesar de lo que has hecho, no quieres escucharme. No hay duda de que Dios te ha abandonado, y de que va a destruirte. Después de consultar a sus consejeros, Amasías le envió un mensaje a Joás, rey de Israel, en el que le declaraba la guerra. Joás le contestó a Amasías: Una vez un pequeño arbusto le mandó a decir a un gran árbol: Dale tu hija a mi hijo, para que sea su esposa. Pero una fiera del Líbano pasó y aplastó al arbusto. No hay duda de que has vencido a Edom, y eso hace que te sientas orgulloso. Mejor alégrate en tu triunfo y quédate tranquilo en tu casa. No provoques un desastre, ni para ti ni para Judá.

Amasías no le hizo caso a Joás, y como había adorado a los dioses de Edom, Dios decidió castigarlo y permitió que sus enemigos lo derrotaran.

El rey Joás no tuvo más remedio que enfrentarse a Amasías en Bet-semes, que está en el territorio de Judá, y los soldados de Joás derrotaron a los de Amasías, quienes huyeron a sus casas.
Luego de capturar a Amasías, Joás fue a Jerusalén, y allí derribó ciento ochenta metros de la muralla de la ciudad, desde el Portón de Efraín hasta el Portón de la Esquina. Se apoderó de todo el oro, la plata y los objetos que había en el templo de Dios bajo el cuidado de Obed-edom, y también se adueñó de los tesoros del palacio. Tomó luego varios prisioneros y regresó a Samaria.
Amasías, rey de Judá, vivió quince años más que Joás, rey de Israel. Todo lo que hizo Amasías está escrito en el libro de la historia de los reyes de Judá.

Algunos hombres planearon matar a Amasías en la ciudad de Jerusalén, porque él se había olvidado de Dios. Entonces Amasías escapó a la ciudad de Laquis, pero lo persiguieron, y allí lo mataron. Su cuerpo fue cargado sobre un caballo y llevado a Jerusalén, la Ciudad de David, donde lo sepultaron en la tumba de sus antepasados.

Después de la muerte de Amasías, su hijo Ozías, a quien también llamaban Azarías, fue nombrado rey por todo el pueblo de Judá. Ozías tenía sólo dieciséis años cuando comenzó a gobernar. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró cincuenta y dos años. Su madre era de Jerusalén, y se llamaba Jecolías.

Ocozías reconstruyó la ciudad de Elat y la volvió a hacer parte de Judá. El obedeció a Dios en todo, al igual que su padre Amasías. El profeta Zacarías le enseñó a Ozías a respetar y amar a Dios; mientras el profeta vivió, Ozías obedeció a Dios, y por eso Dios lo hizo prosperar.

Ozías se declaró en guerra contra los filisteos, y derribó las murallas de las ciudades de Gat, Jabnia y Asdod. En la ciudad de Asdod, así como en otras partes del territorio filisteo, Ozías construyó ciudades para su pueblo.

Dios no sólo ayudó a Ozías a derrotar a los filisteos; también lo ayudó a vencer a los árabes que vivían en Gur-baal, y también a los meunitas. ¡Hasta los amonitas le pagaban impuestos  a Ozías!
Ozías llegó a ser muy poderoso, y su fama llegó hasta las fronteras de Egipto. Fortaleció la ciudad de Jerusalén y construyó varias torres: una sobre el Portón de la Esquina, otra sobre el Portón del Valle, y una más sobre la Esquina. Además, cavó muchos pozos y construyó torres en el desierto, pues tenía mucho ganado, tanto en el desierto como en la llanura.

A Ozías le gustaba mucho cultivar la tierra; por eso tenía muchos campesinos que cultivaban los campos y viñedos, tanto en la región montañosa como en sus huertas.

El ejército de Ozías era muy poderoso, pues tenía un gran número de soldados, estaba bien organizado y tenía las mejores armas. El comandante Hananías les ordenó al secretario Jehiel y al asistente Maasías que hicieran una lista de los soldados. Según esa lista, el ejército estaba organizado en varios grupos militares, y contaba con dos mil seiscientos jefes de familias al mando de trescientos, siete mil quinientos soldados poderosos y valientes. Todos ellos estaban armados con escudos, lanzas, cascos, armaduras, arcos y hondas que Ozías mandó hacer.

Además, Ozías les ordenó a los hombres más inteligentes de su reino construir máquinas que pudieran disparar flechas y piedras grandes. Ellos las construyeron y las colocaron en las torres y en las esquinas de la muralla de Jerusalén. Dios hizo tan poderoso a Ozías que su fama se extendió por todas partes.

Ozías llegó a tener tanta fama y poder que se volvió orgulloso, y fue precisamente su orgullo lo que causó que un día entró en el templo y quiso quemar incienso en el altar, lo cual Dios permitía sólo a los sacerdotes. Pero entonces entró el sacerdote Azarías, junto con ochenta sacerdotes más, y con mucho valor se le enfrentaron al rey y le dijeron:
Solamente nosotros los sacerdotes podemos quemar el incienso, pues somos descendientes de Aaron y para eso nos eligió Dios. Usted no puede hacerlo, aunque sea el rey, así que ¡salga de inmediato!, pues ha ofendido a Dios, y él lo humillará.

Ozías estaba de pie, junto al altar, y a punto de quemar el incienso. Al oír a los sacerdotes, se enojó contra ellos, pero de inmediato, y ante la mirada de todos, su frente se llenó de lepra. Entonces los sacerdotes lo sacaron rápidamente del templo, y hasta el mismo rey se apresuró a salir, pues sabía que Dios lo había castigado.

Hasta el día de su muerte, el rey Ozías fue un leproso, y por eso tuvo que vivir en un cuarto separado del palacio. Ni siquiera podía ir al templo de Dios. Por eso su hijo Jotam se encargó de gobernar al pueblo.

Todas la historia de Ozías está escrita en el libro del profeta Isaías hijo de Amós. Cuando Ozías murió, lo enterraron en la tumba de sus antepasados, cerca del cementerio de los reyes, pero no fue enterrado en la tumba de los reyes porque había muerto de lepra. Luego Jotam, su hijo, reinó en su lugar.

Jotam tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis años. Su madre se llamaba Jerusá, hija de Sadoc. Jotam obedeció a Dios en todo, y aunque siguió el ejemplo de su padre Ozías, no se atrevió nunca a quemar incienso en el templo. Sin embargo, permitió que la gente siguiera adorando a dioses falsos.

Jotam hizo construir el portón superior del templo de Dios y se dedicó a la construcción de la muralla del monte Ofel.  Además, construyó ciudades en la zona montañosa de Judá, y torres y fortalezas en los bosques. Derrotó en batalla al rey de los amonitas y durante tres años seguidos los amonitas le pagaron un impuesto anual de tres mil trescientos kilos de plata, mil toneladas de trigo y mil toneladas de cebada. Y como Jotam se comportó como a Dios le agrada, llegó a ser muy poderoso.
La historia de Jotam y de sus batallas, y la manera en que vivió, está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de Judá.

Jotam tenía veinticinco años cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis años. Cuando Jotam murió, lo enterraron en la Ciudad de David; Ahaz, su hijo, reinó en su lugar.
Ahaz tenía veinte años de edad cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró dieciséis años. Pero Ahaz no obedeció a Dios, como si lo había hecho el rey David. Al Contrario, Ahaz siguió el mal ejemplo de los reyes de Israel, pues hizo imágenes de dioses falsos, y en su honor quemó incienso en el valle de Ben-hinom, ¡Incluso quemó a sus hijos y los ofreció en sacrificio! Esa era la vergonzosa costumbre de los países que Dios había echado lejos de los israelitas.

Ahaz mismo ofrecía sacrificios y quemaba incienso tanto en las colinas como debajo de los árboles en donde se adoraba a los dioses falsos. Por esta terrible desobediencia, Dios permitió que el rey de Siria conquistara Judá y se llevara muchos prisioneros a Damasco. También Dios dejó que el rey de Israel los derrotara y matara a mucha gente. En un solo día, Pécah hijo de Remalías mató a ciento veinte mil hombres valientes de Judá. Un soldado de la tribu de Efraín, que se llamaba Zicrí, mató a Maaseías, el hijo del rey. También mató a Azricam, que era el jefe del palacio, y a Elcaná, que era el asistente del rey con mayor autoridad en el reino.

Contando a las mujeres y a los niños, los soldados de Israel se llevaron prisioneras a doscientas mil personas de Judá; además, les quitaron muchísimas cosas y se las llevaron a Samaria. Cuando el ejército de Israel estaba a punto de entrar en Samaria, un profeta de Dios llamado Oded, le salió al frente y dijo: El Dios de sus antepasados está muy enojado contra los de Judá, y por eso ustedes han podido conquistarlos. Sin embargo, han sido tan crueles y violentos con ellos, que ahora Dios les va a pedir cuentas a ustedes. ¿Les parece poco lo que han hecho, que todavía quieren hacer que la gente de Judá y de Jerusalén sean sus esclavos y esclavas? ¿No les parece que ya han pecado bastante contra su Dios? ¡Escúchenme! Estos prisioneros son sus parientes, ¡déjenlos libres, antes de que Dios los castigue a ustedes!

Azarías hijo de Johanatán, Berequías hijo de Mesilemot, Ezequías hijo de Salum y Amasá hijo de Hadlai, eran los jefes de la tribu de Efraín. Al oír al profeta Obed, se volvieron a los soldados y les dijeron: No permitiremos que metan a estos prisioneros en la ciudad; lo que ustedes quieren hacer aumentará nuestras faltas ante Dios, que ya de por sí son muchas, y Dios nos castigará duramente.
Entonces los soldados reaccionaron, y delante de aquellos cuatro jefes y de todo el pueblo reunido, dejaron libres a los prisioneros y devolvieron todo lo que había tomado. Luego los cuatro jefes se encargaron de atender a los prisioneros. Tomaron la ropa y las sandalias, y se las devolvieron a los prisioneros que estaban desnudos. Todos recibieron ropa, comida y bebida, y algunos fueron curados de sus heridas con aceite. Finalmente, montaron en burros a todos los que no podían caminar, y los llevaron a Jericó, donde los entregaron a sus parientes. Después de eso regresaron a Samaria.
Ahaz siguió desobedeciendo a Dios, y dejó que la maldad creciera en Judá, y permitió que otra vez los edomitas los derrotaran y se llevaran a muchos prisioneros.

También dejó que los filisteos los atacaran, y que se apoderaran de las ciudades de Bet-semes, Aialón y Guederot, y también las ciudades de Socó, Timná y Guimzó, junto con los pueblos que las rodeaban.

Entonces Ahaz le pidió ayuda a Tiglat-piléser, que era el rey de Asiria. Incluso le envió como regalo todos los objetos de valor que encontró en el templo de Dios, en su palacio y en las casas de los principales jefes del pueblo. Sin embargo, el rey de Asiria, lejos de apoyarlo, también lo atacó y lo puso en una situación aún más difícil.

A pesar de haber sufrido tanto, el rey Ahaz fue aún más desobediente. Llegó al extremo de presentarle sacrificios a los dioses falsos de Damasco, pues pensaba que si esos dioses habían ayudado a los reyes de Siria a vencerlo, también lo ayudarían a él si los adoraba. Pero eso, en vez de ayudarlo, provocó su ruina y la de todo el reino.

Dios se enojó muchísimo con Ahaz, porque había destrozado los utensilios del templo de Dios, y había mandado a cerrar las puertas del templo. También había construido altares en todas las esquinas de Jerusalén y en las colinas de Judá, para adorar a dioses falsos.

Toda la historia de Ahaz, lo que hizo y la manera en que vivió, está escrita en el libro de la historia de los reyes de Israel y de Judá. Cuando Ahaz murió, lo enterraron en Jerusalén, la Ciudad de David, junto a la tumba de sus antepasados, pero no lo quisieron poner en el cementerio de los reyes de Israel.

Ezequías, su hijo, reinó en su lugar.
Ezequías tenía veinticinco años de edad cuando comenzó a gobernar sobre Judá. La capital de su reino fue Jerusalén, y su reinado duró veintinueve años. Su madre se llamaba Abí, era hija de Zacarías.

Ezequías obedeció a Dios, tal como lo había hecho el rey David. En el mes de Abid, del primer año de su reinado, Ezequías ordenó que las puertas del templo se abrieran y fueran reparadas. Después reunió a los sacerdotes y a sus ayudantes en el patio que estaba al este del templo, y les dijo: Escúchenme con atención: Es urgente que ustedes se preparen para honrar al Dios de sus antepasados y que preparen también su templo. Saquen de allí todo lo que a Dios no le agrada.

Nuestros antepasados dejaron de adorar a Dios y abandonaron su templo. Desobedecieron a nuestro Dios, pues cerraron las puertas de su templo y dejaron de adorarlo, apagaron las lámparas, dejaron de quemar incienso y no volvieron a presentar ofrendas en su honor.

Por eso Dios castigó a los habitantes de Judá y Jerusalén. Fue tan terrible el castigo, que no salíamos de nuestro asombro. Nuestros padres murieron en batalla, y nuestros enemigos se llevaron prisioneros a nuestros hijos, hijas y esposas.

Pero si hacemos un pacto con nuestro Dios, podremos volver a agradarle. Dios los ha elegido a ustedes para que estén siempre a su servicio, y para que lo adoren. Por eso ahora les pido, amigos míos, que no sean perezosos y cumplan con su deber.

Esta es la lista de los ayudantes de los sacerdotes que respondieron al llamado del rey:
De los descendientes que Quehat: Máhat hijo de Amasai, Joel hijo de Azarías.
De los descendientes de Merarí: Joah hijo de Zimá, Edén hijo de Joah.
De los descendientes de Elisafán: Simrí, Jehiel.
De los descendientes de Asaí: Zacarías, Matanías.
De los descendientes de Hernán: Jehiel, Simí.
De los descendientes de Jedutún: Semaías, Uziel.

El día primero, del mes de Abib, todos ellos obedecieron al rey, siguiendo las instrucciones de la ley de Dios. De inmediato reunieron a sus parientes, y todos se prepararon  para adorar a Dios. Luego los sacerdotes entraron en el templo para prepararlo. Encontraron muchos objetos que no agradaban a Dios, y los sacaron al patio del templo para que los ayudantes los tiraran al arroyo llamado Cedrón.
Tardaron ocho días en preparar la parte de afuera del templo, y otros ocho, para preparar el interior. El día dieciséis del mes de Abid terminaron de hacer todo esto. Luego fueron al palacio del rey Ezequías, y le dijeron: Ya terminamos de purificar el templo, incluyendo el altar de los sacrificios, la mesa de los panes y todos los utensilios. También hemos preparado y colocado ante el altar todos los utensilios que desechó el rey Ahaz cuando desobedeció a Dios.

Al día siguiente, muy temprano, el rey Ezequías reunió a los jefes más importantes de la ciudad y se fue con ellos al templo de Dios. Llevaron como ofrendas siete toros, siete carneros y siete corderos. También llevaron siete cabritos para pedir perdón a Dios por los pecados de la familia del rey, por los pecados del pueblo de Judá, y para hacer del templo un lugar aceptable para Dios.

El rey entregó los animales a los sacerdotes descendientes de Aarón, para que los sacrificaran sobre el altar de Dios. Y así lo hicieron los sacerdotes. Luego, con la sangre de los animales rociaron el altar. Como el rey les había ordenado que presentaran la ofrenda para el perdón del pecado de todo el pueblo, los sacerdotes tomaron los cabritos y le pidieron al rey a los que estaban reunidos con él, que pusieran las manos sobre los animales. Entonces los sacerdotes mataron a los cabritos y derramaron su sangre sobre el altar.

Mucho tiempo atrás, Dios les había indicado a David y a los profetas Gad y Natán, que los ayudantes de los sacerdotes debían adorarle con música. Entonces Ezequías les ordenó que se pusieran de pie en el templo de Dios, mientras que los sacerdotes tocaban las trompetas.
Por eso, en cuanto Ezequías dio la orden de que los sacerdotes empezaran a presentar los sacrificios, sus ayudantes comenzaron a tocar los platillos y las arpas, y otros instrumentos de cuerdas. Mientras terminaban de presentar los sacrificios, el pueblo adoraba a Dios de rodillas, el coro cantaba y los demás sacerdotes tocaban las trompetas.

Al terminar, el rey y todos los que estaban con él también se arrodillaron y adoraron a Dios. Entonces Ezequías y los principales jefes del pueblo ordenaron a los ayudantes de los sacerdotes que le cantaran a Dios los salmos de David y del profeta Asaf. Ellos obedecieron y cantaron con mucha alegría, y al final también se arrodillaron y adoraron a Dios.

Después de esto, Ezequías animó a la gente para que también llevaran al templo de Dios sacrificios y ofrendas de gratitud, como señal de que se habían comprometido a obedecer a Dios. Y todo el pueblo le llevó a Dios, con toda sinceridad, sacrificios y ofrendas de gratitud. Esta fue la cantidad de animales que presentaron para honrar a Dios: setenta toros, cien carneros y doscientos corderos. Además, presentaron como ofrenda un total de seiscientas reses y tres mil ovejas, para pedirle a Dios su bendición.

Cuando Ezequías les ordenó a los ayudantes de los sacerdotes que prepararan para adorar a Dios, ellos lo hicieron de inmediato; pero lo sacerdotes no lo hicieron así. Por eso, y como no había suficientes sacerdotes para ofrecer los sacrificios, sus ayudantes, que eran de la misma tribu, tuvieron que ayudarlos.

Así fue como se volvió a rendir culto a Dios en el templo. Y como Dios los había ayudado para que hicieran todo esto rápidamente. Ezequías y todo el pueblo se llenaron de alegría.

La fiesta de la Pascua no pudo celebrarse en el primer mes del año, como Dios lo había ordenado, porque no se habían preparado todos los sacerdotes que se necesitaban para ofrecer los sacrificios.
Entonces el rey Ezequías consultó a los jefes más importantes y a toda la gente de Jerusalén, para ver si les parecía bien celebrar la Pascua en el mes de Ziv de ese año. Y todos estuvieron de acuerdo.
Además Ezequías mandó una invitación escrita a todos los israelitas, es decir, a los de Judá y a los de Israel, y también a los de la tribu de Efraín, y de Manasés. Y así, todo israelita quedó invitado para celebrar la Pascua en el templo de Dios en Jerusalén.

Los mensajeros fueron entonces por todo el territorio llevando el siguiente mensaje escrito, de parte del rey y de los jefes más importantes: Israelitas, sólo ustedes han quedado con vida después del ataque de los reyes de Asiria. Dejan de comportarse con la misma maldad de sus antepasados. ¡Ya es tiempo de que vuelvan a obedecer a Dios!

Vuelvan a hacer un pacto con el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob; vengan al templo que él mismo eligió para vivir allí por siempre, y adórenlo.
Si lo hacen, Dios dejará de estar enojado con ustedes, y volverá a aceptarlos. No sean tercos como sus antepasados, que por ser infieles a Dios fueron castigados con la derrota ante sus enemigos. Ustedes saben que digo la verdad.

Si ustedes vuelven a obedecer a Dios, él hará que sus enemigos dejen en libertad a los israelitas que fueron llevados prisioneros. Nuestro Dios es bueno y muy amoroso; si lo buscan no los rechazará.
Al oír este mensaje, la mayoría de la gente se reía y se burlaba de los mensajeros, aunque hubo algunos de las tribus de Aser, Manasés y Zabulón que se arrepintieron y fueron a Jerusalén. Además, Dios hizo que la gente de Judá sintiera el deseo de obedecer la orden que Dios mismo les había dado por medio del rey y de los principales jefes.

Así fue como, en el mes de Ziv, se reunió en Jerusalén una gran cantidad de israelitas para celebrar la fiesta de los panes sin levadura. Lo primero que hicieron fue quitar todos los altares, y los lugares para quemar incienso a los falsos dioses que adoraban en Jerusalén, y tirarlos en el arroyo Cedrón.
El día catorce del mes de Ziv  empezó la celebración de la Pascua. Como muchos no habían cumplido con la ceremonia de preparación, no pudieron matar el cordero de la Pascua y dedicárselo a Dios. Por eso, los ayudantes de los sacerdotes tuvieron que hacerlo en representación de toda esa gente.

Muchos de los sacerdotes y sus ayudantes se sintieron avergonzados por no haberse preparado para la Pascua, y entonces fueron y lo hicieron de inmediato, y presentaron en el templo de Dios las ofrendas indicadas. Luego de esto pudieron hacer su trabajo, siguiendo las instrucciones de la ley de Moisés. Los ayudantes de los sacerdotes sacrificaban los corderos, les pasaban la sangre a los sacerdotes, y estos la derramaban sobre el altar.

Muchos de los que pertenecían a las tribus de Efraín, de Manasés, de Isacar y de Zabulón no se habían preparado para la Pascua, pero de todos modos participaron de la comida de la fiesta. Entonces Ezequías le pidió a Dios que los perdonara. Le dijo: Dios, tú eres bueno, y por eso te pido que perdones a todos estos, que no han cumplido con la ceremonia de preparación; ellos han venido a adorarte con toda sinceridad, porque saben que tú eres el Dios de sus antepasados.

Dios escuchó la oración de Ezequías y perdonó a esa gente. Y por siete días, en un ambiente de mucha alegría, todos en Jerusalén celebraron la fiesta de los panes sin levadura. Cada día participaban de la comida, presentaban ofrendas para pedir el perdón de sus pecados, y le daban gracias a Dios. Por su parte, los sacerdotes y sus ayudantes alababan a Dios acompañados por sus instrumentos musicales.

Al ver esto, Ezequías felicitó a todos los ayudantes de los sacerdotes por la manera en que habían adorado a Dios. Y a toda la gente que se había reunido, Ezequías le regaló mil toros y siete mil ovejas, lo mismo hicieron los principales jefes; le regalaron al pueblo mil toros y diez mil ovejas.
Muchísimos sacerdotes hicieron la ceremonia de preparación para servir a Dios. Era tanta la alegría de todos los que se habían reunido, que decidieron seguir celebrando la fiesta otros siete días. Todos estaban llenos de felicidad: la gente de Judá, los sacerdotes, sus ayudantes, la gente de Israel, y los extranjeros que venían del territorio de Israel y de Judá.

Desde los días del rey Salomón hijo de David, no se había celebrado en Jerusalén una fiesta tan llena de alegría. Los sacerdotes y sus ayudantes se pusieron de pie, y le pidieron a Dios que bendijera a su pueblo. Dios escuchó su petición desde su casa en el cielo, y bendijo al pueblo.

Aquí puedes darte cuenta que es importante que el hombre que acepta a Nuestro Señor Jesucristo  en su vida, debe ser obediente de forma fehaciente a Dios, y sobre todo adorar a Dios con sinceridad.

No obstante, es necesario que el hombre aprenda a ser humilde y reconozca el poder de Dios y se mantenga con una actitud dispuesta a obedecer a Dios, que no se olvide de estar atento en cumplir las leyes que Dios ha determinado para todo aquel que ama a Dios pues la desobediencia Dios la castiga.
Asimismo, es esencial que el hombre se mantenga firme en lo que cree y obedezca los mandatos de Dios, completamente, no a medias, sino con la firmeza de obedecerlos cabalmente.

Ahora bien, cuando el hombre cae en soberbia cae en rebelión, pues se enorgullece tanto de sí mismo y se aparta de Dios y entonces el hombre hace planes para sus logros personales y vuelve a ser derrotado en todo plan que se propone alcanzar pues El hombre que vive bajo sus propias fuerzas no puede vencer los obstáculos pues esta rebelión va contra la verdad, por la que nuestro Señor Jesucristo sufrió y redimió al hombre, y esta ultranza del hombre engreído, termina en su autodestrucción.

Así pues, es de prioridad que el hombre cambie su manera de vivir, que sea humilde y se arrepienta, que esté dispuesto a abrir las puertas de su corazón a Dios, que el hombre renueve su mente y sea consciente y haga un compromiso de  cambio verdadero.

Por tanto, el tiempo apremia y es ¡urgente! que el hombre se levante y que se vuelva a Dios, que cumpla los mandatos que Dios ha establecido para que el hombre ordene su vida, que deje de tener tantas cargas y afanes que no agradan a Dios y que no le permiten avanzar en su crecimiento espiritual, pero sabes, es importante que el hombre se bautice y que sea consciente de su nueva condición, que ha sido purificado de sus pecados y que de ahora en adelante, el hombre está preparado para que en su ser interior habite el Espíritu de Dios.

Así, el hombre que se mantiene fiel a Dios, lo alaba con música, lo honra con su conducta y le muestra honra y gratitud, y Dios reina por siempre en ese hombre renovado pues Dios es bueno y muy amoroso y Dios nunca lo rechazará.


Con Alta Estima,

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