¡Perdió el oro su brillo! ¡Quedó totalmente empañado! ¡Por las
esquinas de las calles quedaron rasgadas las joyas del templo! ¡Oro puro! Así
se valoraba a los habitantes de Jerusalén, ¡pero ahora no valen más que simples
ollas de barro! Bondadosas se muestran las lobas cuando alimentan a sus
cachorros, pero las crueles madres israelitas abandonan a sus hijos. Reclaman
pan nuestros niños, pero nadie les da nada. La lengua se les pega al paladar, y
casi se mueren de sed.
En las calles se mueren de hambre los que antes comían manjares; entre
la basura se revuelcan los que antes vestían con elegancia. Cayó Jerusalén,
pues ha pecado más de lo que pecó Sodoma. ¡De pronto se vino abajo y nadie pudo
ayudarla! Increíblemente hermosos eran los líderes de Jerusalén; estaban
fuertes y sanos, estaban llenos de vida. Tan feos y enfermos se ven ahora que
nadie los reconoce. Tienen la piel reseca como leña, ¡hasta se les ven los
huesos! A falta de alimentos, todos mueren poco a poco. ¡Más vale morir en la
guerra que morirse de hambre!
¡Destruida ha quedado Jerusalén! ¡Hasta las madres más cariñosas
cocinan a sus propios hijos para alimentarse con ellos! El enojo de Dios fue
tan grande que ya no pudo contenerse; le prendió fuego a Jerusalén y la
destruyó por completo. ¡Terminaron entrando a la ciudad los enemigos de
Jerusalén! ¡Nadie en el mundo se imaginaba que esto pudiera ocurrir!
Injustamente ha muerto gente a manos de profetas y sacerdotes. Dios castigó a
Jerusalén por este grave pecado.
Juntos andan esos asesinos como ciegos por las calles. Tienen las
manos llenas de sangre; ¡nadie se atreve a tocarlos! En todas partes les
gritan: ¡Fuera de aquí, vagabundos! ¡No se atrevan a tocarnos! ¡No pueden
quedarse a vivir aquí! Rechazados por Dios, los líderes y sacerdotes vagan por
el mundo. ¡Dios se olvidó de ellos! Una falsa esperanza tenemos: que un pueblo
venga a salvarnos; pero nuestros ojos están cansados. ¡Nadie vendrá en nuestra
ayuda!
Se acerca nuestro fin. No podemos andar libremente, pues por todas partes
nos vigilan; ¡nuestros días están contados! Aun más veloces que las águilas son
nuestros enemigos. Por las montañas y por el desierto nos persiguen sin
descanso. La sombra que nos protegía era nuestro rey; Dios mismo nos lo había
dado. ¡Pero hasta él cayó prisionero! Esto mismo lo sufrirás tú, que te crees
la reina del desierto. Puedes reírte ahora, ciudad de Edom, ¡pero un día te
quedarás desnuda! No volverá Dios a castigarte, bella ciudad de Jerusalén, pues
ya se ha cumplido tu castigo. Pero a ti, ciudad de Edom, Dios te castigará por
tus pecados.
Aquí puedes darte cuenta que cuando el hombre lleva una vida ostentosa,
que se deja arrebatar por la cotidianeidad del mundo, se separa de Dios y
entonces el hombre puede ser empañado, mostrar poco brillo en su ser interior debido
a sus actitudes negativas de soberbia, orgullo, egoísmo, falta de compañerismo,
entre otros que son impurezas que oscurecen su alma y, por ende su espíritu carece
de la madurez espiritual que es
imprescindible para vencer al enemigo.
No obstante, el hombre debe buscar la tersura de su corazón, para que
esté en comunión con el Creador, que su vida esté libre de arrugas, sin mancha,
para que refleje una luminosidad
incomparable que sólo la Palabra de Dios da, pues ella es el alimento diario de donde emana
la vida.
Así pues, no hay tiempo que perder, es hora de que el hombre se
levante y despierte pues sus días están contados, que ponga su esperanza en
Jesucristo, que su mirada esté puesta en El pues de Dios vendrá la ayuda, pero
es necesario que el hombre se someta a la obediencia de sus preceptos para que
camine bajo la sombra del rey, Dios mismo.
Con Alta Estima,
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