Tiempo después, cuando yo estaba hablando a la gente, Sefatías,
Guedalías, Jucal y Pashur, que eran mis enemigos, me escucharon decir: Dios
dice que Jerusalén caerá definitivamente bajo el poder del ejército del rey de
Babilonia. Dios dice también que los que se queden en Jerusalén morirán en la
guerra, o de hambre o de enfermedad. Por el contrario, los que se entreguen a
los babilonios salvarán su vida. Serán tratados como prisioneros de guerra,
pero seguirán con vida.
Por eso algunos jefes fueron a decirle al rey: ¡Hay que matar a
Jeremías! Lo que él anuncia está desanimando a los soldados y a la gente que
aún queda en la ciudad. Jeremías no busca nuestro bien; al contrario, no desea
lo peor.
Sedequías les respondió: Yo soy el rey, pero no voy a oponerme a lo
que ustedes decidan. ¡Hagan lo que quieran!
Entonces los jefes fueron a atraparme. Primero me ataron con sogas, y
luego me bajaron hasta el fondo de un
pozo, el cual estaba en el patio de la guardia y pertenecía a Malaquías, el
hijo del rey. Como el pozo no tenía agua sino barro, ya me hundí por completo.
En el palacio del rey trabajaba un hombre de Etiopía, que se llamaba
Ebed-mélec, el cual supo que me habían arrojado al pozo. Un día en que el rey
estaba en una reunión, frente al Portón de Benjamín, Ebed-mélec salió del
palacio real y fue a decirle al rey: Su Majestad, esta gente está tratando a Jeremías
con mucha crueldad. Lo han echado en el pozo, y allí se va a morir de hambre,
pues ya no se consigue pan en la ciudad.
Entonces el rey le ordenó: Bien, Ebed-Mélec. Busca a tres hombres, y
diles que te ayuden a sacar de allí a Jeremías, antes de que se muera.
Ebed-mélec fue entonces con aquellos hombres, y del depósito de ropa del palacio
real sacó ropas y trapos viejos. Luego ató toda esa ropa y la bajó hasta el
fondo del pozo, donde estaba yo. Entonces me dijo: Jeremías, colócate estos
trapos bajo los brazos, para que las sogas no te lastimen. Yo seguí sus
instrucciones, y aquellos hombres tiraron de las sogas y me sacaron del pozo. A
partir de ese momento, me quedé en el patio de la guardia.
Poco tiempo después, el rey Sedequías ordenó que me llevaran a la
tercera entrada del templo, y allí me dijo: Jeremías, quiero preguntarte algo,
y espero que me digas todo lo que sepas. Yo le contesté: No tiene caso;
cualquiera que sea mi respuesta, usted me mandará a matar; y si le doy un consejo,
no me va a hacer caso.
Pero, sin que nadie se diera cuenta, el rey me hizo este juramento:
¡No pienses matarte, ni tampoco pienso dejar que te maten! ¡Eso te lo juro por
el Dios que nos ha dado la vida! Entonces le dije: El Dios todopoderoso asegura
que, si todos ustedes se rinden ante los jefes del rey de Babilonia, tanto su
Majestad como su familia se salvarán de morir, y evitará que le prendan fuego a
la ciudad. Si no se rinden, entonces el ejército babilonio conquistará la
ciudad y le prenderá fuego, y usted no podrá escapar.
El rey Sedequías me respondió: Francamente, tengo miedo de los judíos
que se han unido a los babilonios. Si llego a caer en sus manos, no me irá nada
bien. Yo le aseguré: Dios ha dicho que si su Majestad obedece, todo saldrá
bien y esos judíos no le harán ningún
daño. Por el contrario, si su Majestad no se rinde ante los babilonios, todas
las mujeres que aún quedan en su palacio caerán en manos de los jefes del rey
de Babilonia. Entonces esas mismas mujeres le dirán a Su Majestad: Tus amigos
te engañaron y te vencieron. ¡Eso te pasa por confiar en ellos! Tus amigos te
abandonaron por completo, y ahora está s con el agua hasta el cuello.
Todas las mujeres y los hijos de Su Majestad caerán bajo el poder de
los babilonios, y la ciudad será quemada. ¡Ni siquiera usted logrará escapar!
Sedequías me amenazó: Escúchame, Jeremías: si en algo aprecias tu
vida, más te vale quedarte callado, y
que nadie sepa nada de esto. Si los jefes llegan a saber que he hablado
contigo, seguramente te van a preguntar de qué hablamos, y si no les dices
todo, te amenazarán de muerte. Te aconsejo que les digas que viniste a verme,
para que no te mande de nuevo a la casa de Jonatán, pues no quieres morir allí.
Y así sucedió. Todos los jefes vinieron a interrogarme. Pero yo les
doy exactamente lo que el rey me ordenó. Después de eso, no volvieron a
molestarme; así que nadie se enteró de lo que habíamos hablado. Y yo me quedé
en el patio de la guardia, viviendo como un prisionero, hasta el día en que
Jerusalén fue conquistada.
Por lo tanto, es importante que el ser humano cambie su estilo de
vida, que su conducta sea de acuerdo a los principios establecidos por Dios,
que esta práctica se vuelva una disciplina y así cumpla con el orden determinado
por Dios, porque el tiempo apremia, es
momento de que el hombre se levante, que renueve su mente y purifique su
corazón , que se aparte del pecado para que no conflictúe su ser interior, su esencia y, entonces
el espíritu de Dios lo libere de lo que le produce opresión, como la maldad que
genera esclavitud y lo haga prisionero de guerra pero sabes, sólo la Palabra de
Dios provee alimento espiritual al ser humano.
¡Animo! Es conveniente que el hombre renovado muera a su vieja
naturaleza caída y se prepare del
conocimiento de Dios para que sea salvo, siendo preponderante que tome la
decisión de entregar su vida en las manos de Dios y El le guardará bajo su
protección.
Con Alta Estima,
No hay comentarios:
Publicar un comentario