El Dios todopoderoso me ordenó hablar con todos los judíos que vivían
en las ciudades egipcias de Migdol, Tafnes y Menfis, y en la región del sur. Me
dijo: Jeremías, adviérteles que ya han visto lo que hice con la ciudad de
Jerusalén, y con todas las ciudades de Judá. Yo les envié terribles desastres,
y esas ciudades quedaron en ruinas, y hasta ahora nadie vive en ellas. La culpa
la tuvieron sus habitantes, pues cometieron muchos pecados. Adoraron a otros
dioses y les ofrecieron incienso, y con eso me hicieron enojar muchísimo. A
esos dioses, ni ellos ni sus antepasados los conocían. Muchas veces les mandé
profetas, para que les dijeran que no adoraran a otros dioses, pues eso es algo
horrible, que yo no soporto.
Pero ellos, como de costumbre, no me prestaron atención ni me
obedecieron, ni se arrepintieron de sus pecados. Al contrario, siguieron
quemando incienso en honor de otros dioses. Por eso me enojé y destruí a
Jerusalén y al resto de las ciudades de Judá.
Y, ahora quieren meterse en un lío más grande! ¡Quieren que mueran
hombres, mujeres y niños, y hasta los recién nacidos! Desde que llegaron a
Egipto, lo único que han hecho es hacerme enojar; han estado adorando a dioses
falsos, que ellos mismos se fabrican. ¡Lo único que van a conseguir es que yo los
destruya! Cuando eso ocurra, todo el mundo se burlará de ellos, y los insultará.
¿Acaso ya se olvidaron de todos los pecados que cometieron sus
antepasados? En Judá, y en las calles de Jerusalén, pecaron ellos y sus esposas,
y también los reyes de Judá y sus esposas. ¿Acaso ya no se acuerdan? Sin
embargo, hasta ahora no se han arrepentido. No me respetan, ni obedecen los
mandamientos que les di, a ellos y a sus antepasados.
Por eso he decidido hacerles la guerra y borrarlos del mapa. ¡Yo soy
el Dios de Israel! Los pocos que aún quedaban en Judá, y que insistieron en
irse a vivir a Egipto, morirán en ese país. Morirán en la guerra, o se morirán
de hambre. Desde el más joven hasta el más viejo, nadie quedará con vida, y
entre las naciones serán objeto de odio, burlas, desprecio y maldición.
Castigaré a los que viven en Egipto tal como castigué a los habitantes de
Jerusalén: los haré morir de hambre, enfermedad y guerra. Ninguno de los que se
fueron a Egipto quedará con vida, ni volverá a Judá, aunque lo desee. Sólo unos
cuantos lograrán huir y volverán.
Yo les entregué el mensaje a todos los judíos que vivían en Egipto.
Algunos de ellos sabían que sus esposas quemaban incienso en honor de otros
dioses. Todos vinieron y me dijeron: Escucha, Jeremías. Este mensaje que nos ha
dado de parte de Dios, no lo vamos a obedecer. Al contrario, vamos a seguir
haciendo lo que nos da la gana, tal como lo hicieron nuestros antepasados,
nuestros reyes y nuestros funcionarios.
Seguiremos adorando a nuestra diosa, la
Reina del cielo, y le ofreceremos incienso y vino. En realidad, cuando lo
hacíamos, teníamos mucha comida y no nos faltaba nada ni nos pasaba nada malo.
En cambio, desde que dejamos de hacerle ofrendas de incienso y vino,
nos ha faltado de todo, y la guerra y el hambre nos están matando. Las mujeres
dijeron: Nuestros esposos sabían muy bien lo que estábamos haciendo. Sabían que
nosotras adorábamos a la Reina del cielo, y que le ofrecíamos incienso y vino,
y panes que tenían su imagen.
Yo les contesté: ¿Y acaso creen que Dios no lo sabía? Al contrario,
Dios sabía muy bien que ustedes y sus antepasados, sus reyes y funcionarios, y
todo el pueblo, adoraban a otros dioses. Pero llegó el momento en que Dios ya
no aguantó más. Y no aguantó, por la forma en que ustedes actuaban y por las
cosas asquerosas que hacían. Por eso su país se convirtió en un desierto
horrible, en un montón de ruinas donde nadie vive. La ciudad es un ejemplo de
maldición para todos sus vecinos. ¡Y esto es así, hasta el momento de escribir
esto! Ustedes pecaron contra Dios al adorar a otros dioses, y al no querer
obedecer ninguno de sus mandamientos. Por eso ahora tienen que sufrir tan
terrible desastre.
Luego me dirigí al pueblo, sobre todo a las mujeres, y añadí: Ustedes,
gente de Judá que vive en Egipto, escuchen bien lo que Dios les dice: Yo soy el
Dios de Israel. Me doy cuenta de que ustedes y sus mujeres cumplen sus promesas
de adorar a la Reina del cielo, y de presentarle ofrendas. ¡Muy bien! ¡Sigan
cumpliendo lo que les dé la gana! Ustedes son de Judá, y ahora viven en Egipto.
Pues escúchenme bien: yo les juro que ninguno de ustedes volverá a jurar aquí
usando mi nombre. Nadie volverá a decir: ¡Lo juro por el Dios de Israel! En vez
de vigilarlos para protegerlos, voy a vigilarlos para hacerles daño. Les
aseguro que toda la gente de Judá que vive en Egipto morirá de hambre, o en la
guerra. ¡Y van a ver todos ustedes si cumplo o no mi palabra! Unos cuantos se
salvarán de la guerra y del hambre, y podrán regresar a Judá; pero la mayoría
de los que se fueron a Egipto, morirán.
Yo soy el Dios de Israel. Esta es la señal de que cumpliré mis
amenazas contra ustedes: dejaré que Hofra, el rey de Egipto, muera a manos de
sus enemigos. Haré con él lo mismo que hice con Sedequías, el rey de Judá, a
quien puse en manos del rey de Babilonia, para que lo matara.
No obstante, lo esencial es que el hombre ame y respete a Dios como su
único Dios verdadero, siendo esto la verdad que el hombre debe creer para
acercarse a El pues es el tiempo que el hombre busque a Dios, que se vuelva a
El, que se arrepienta de sus pecados y Dios le perdonará, pero es necesario que
no haga lo que le dé la gana sino que corrija su actitud para avanzar en su
camino.
Por lo tanto, es momento de que el hombre se examine con una mirada retrospectiva de cómo ha avanzado
en su camino y profundice más en la Palabra, que además de estudiarla y
llenarse del conocimiento de Dios, obedezca estas enseñanzas y las cumpla con
vivencias prácticas para una buena vida de fe y confianza en Dios.
Con Alta Estima,
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