Yo, el profeta Habacuc, compuse esta oración para
acompañarla con una melodía especial. ¡Dios mío, yo sé bien todo lo que has
hecho, y por eso tiemblo en tu presencia! Déjanos ver en nuestros días tus
grandes hechos de otros tiempos; si te enojas con nosotros, no dejes de
tenernos compasión.
Tú eres nuestro santo Dios, vienes de la región de Temán,
vienes del monte Parán. Tu grandeza ilumina los cielos; la tierra entera te
alaba. Un gran resplandor te rodea; de tus manos brotan rayos de luz y dejan
ver tu poder escondido. Plagas terribles anuncian tu llegada; vas dejando en el
camino graves enfermedades.
Cuando tú te detienes, la tierra se pone a temblar;
cuando miras a las naciones, todas ellas se llenan de miedo; los cerros se
desmoronan, las antiguas montañas se derrumban; ¡hasta he visto temblar de
miedo a la gente de Cusán y de Madián, porque tú has vuelto a actuar!
Dios nuestro, ¿por qué te decidiste a montar en tu carro
de combate? ¿Será porque te enojaste con los dioses Río y Mar? Con tus flechas
heriste la tierra, y esas heridas son los ríos. Cuando las montañas te vieron,
temblaron de miedo, las nubes dejaron caer su lluvia y el mar rugió con furia;
¡sus grandes olas se elevaron al cielo! Cuando lanzaste tus brillantes rayos,
el sol y la luna se detuvieron.
Pero te enojaste y recorriste la tierra; en tu enojo
aplastaste naciones. Saliste a rescatar a tu pueblo, y al rey que tú elegiste. Destrozaste
al jefe de esos malvados, y acabaste por completo con su reino.
Sus orgullosos jinetes nos atacaron con la furia de una
tempestad; querían dispersarnos y destruirnos, pues no podíamos defendernos.
¡Pero tú los mataste con sus propias flechas! Montaste en tu caballo y
marchaste sobre el agitado mar.
Cuando escucho todo esto, me tiemblan los labios y todo
el cuerpo; siento que mis huesos se desmoronan, y que el suelo se hunde bajo
mis pies. Pero yo espero con paciencia el día en que castigarás a los que ahora
nos atacan.
Aunque no den higos las higueras, ni den uvas las viñas
ni aceitunas los olivos; aunque no hay en nuestros campos nada que cosechar;
aunque no tengamos vacas ni ovejas, siempre te alabaré con alegría porque tú
eres mi salvador.
Dios mío, tú me das nuevas fuerzas; me das la rapidez de
un venado, y me pones en lugares altos.
Aquí puedes darte cuenta que al hombre Dios le dio libre
albedrío, por tanto es una decisión personal y prioritaria que el hombre acepte
a Jesucristo en su vida, pero es fundamental que el hombre crea en El y a pesar
de que afronte situaciones adversas, con tramos escabrosos, con la confianza depositada
en Dios, El Señor le da certeza de que cumple sus promesas.
Por lo tanto, es
esencial que el hombre permanezca firme en sus convicciones para que reconozca a
Dios como su salvador, y entonces El renovará sus fuerzas y por ende, verá la
grandeza de Dios.
Con Alta Estima,
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