martes, 9 de septiembre de 2014

Tú me das nuevas fuerzas…



Yo, el profeta Habacuc, compuse esta oración para acompañarla con una melodía especial. ¡Dios mío, yo sé bien todo lo que has hecho, y por eso tiemblo en tu presencia! Déjanos ver en nuestros días tus grandes hechos de otros tiempos; si te enojas con nosotros, no dejes de tenernos compasión.

Tú eres nuestro santo Dios, vienes de la región de Temán, vienes del monte Parán. Tu grandeza ilumina los cielos; la tierra entera te alaba. Un gran resplandor te rodea; de tus manos brotan rayos de luz y dejan ver tu poder escondido. Plagas terribles anuncian tu llegada; vas dejando en el camino graves enfermedades.

Cuando tú te detienes, la tierra se pone a temblar; cuando miras a las naciones, todas ellas se llenan de miedo; los cerros se desmoronan, las antiguas montañas se derrumban; ¡hasta he visto temblar de miedo a la gente de Cusán y de Madián, porque tú has vuelto a actuar!

Dios nuestro, ¿por qué te decidiste a montar en tu carro de combate? ¿Será porque te enojaste con los dioses Río y Mar? Con tus flechas heriste la tierra, y esas heridas son los ríos. Cuando las montañas te vieron, temblaron de miedo, las nubes dejaron caer su lluvia y el mar rugió con furia; ¡sus grandes olas se elevaron al cielo! Cuando lanzaste tus brillantes rayos, el sol y la luna se detuvieron.

Pero te enojaste y recorriste la tierra; en tu enojo aplastaste naciones. Saliste a rescatar a tu pueblo, y al rey que tú elegiste. Destrozaste al jefe de esos malvados, y acabaste por completo con su reino.

Sus orgullosos jinetes nos atacaron con la furia de una tempestad; querían dispersarnos y destruirnos, pues no podíamos defendernos. ¡Pero tú los mataste con sus propias flechas! Montaste en tu caballo y marchaste sobre el agitado mar.

Cuando escucho todo esto, me tiemblan los labios y todo el cuerpo; siento que mis huesos se desmoronan, y que el suelo se hunde bajo mis pies. Pero yo espero con paciencia el día en que castigarás a los que ahora nos atacan.

Aunque no den higos las higueras, ni den uvas las viñas ni aceitunas los olivos; aunque no hay en nuestros campos nada que cosechar; aunque no tengamos vacas ni ovejas, siempre te alabaré con alegría porque tú eres mi salvador.

Dios mío, tú me das nuevas fuerzas; me das la rapidez de un venado, y me pones en lugares altos.

Aquí puedes darte cuenta que al hombre Dios le dio libre albedrío, por tanto es una decisión personal y prioritaria que el hombre acepte a Jesucristo en su vida, pero es fundamental que el hombre crea en El y a pesar de que afronte situaciones adversas, con  tramos escabrosos, con la confianza depositada en Dios, El Señor le da certeza de que cumple sus promesas.

Por lo tanto,  es esencial que el hombre permanezca firme en sus convicciones para que reconozca a Dios como su salvador, y entonces El renovará sus fuerzas y por ende, verá la grandeza de Dios.


Con Alta Estima,

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